Hace varios meses, criticaba Europa Laica que el 35% de la casilla de los fines sociales del IRPF acababa en proyectos dependientes de la Iglesia Católica. Más allá de la verdad o inexactitud de dicha afirmación no estaría de más retomar una de sus habituales exigencias: suprimir ambas casillas y que todo el dinero vaya a los Presupuestos Generales del Estado.
Como mi idea no es entrar en disquisiciones metafísicas acerca de la bondad de unos y la maldad de otros, ni confrontar la gran labor social de las ínclitas oenegés de nuestro país con los denostados programas sociales de otras tantas asociaciones de carácter religioso, tan sólo comparto una realidad que puede definir la intrepidez, muchas veces errónea, de juzgar de manera distinta unos proyectos y otros basándonos en preconcepciones.
Tanto este año como el pasado la Fundación laica sin ánimo de lucro (al menos así lo recogen sus estatutos) en la que trabajo ha solicitado subvención del dinero destinado a fines sociales del IRPF. Concedidos en el año 2.015 casi 6.000 euros para la adquisición de una lavadora industrial y en este ejercicio 2.016 justo 4.000 euros más para comprar dos grúas ortopédicas. Dicho así no suena mal, aunque lo mismo quien da parte de sus impuestos a esa casilla tiene en mente otros proyectos menos prosaicos que una lavadora y una grúa ortopédica, pero, al fin y al cabo, una residencia para personas mayores tiene ambas necesidades a fin de mejorar la atención en todos los necesidades diarias del colectivo.
La cosa quizá ya no suene tan bien si además se da la información de que cada residente de dicha Fundación sin ánimo de lucro paga religiosamente cada mes 1.423 euros por plaza privada y que ni uno sólo de los residentes está becado aunque su pensión no supere los 400 euros.
¿Estoy tirando piedras contra mi tejado? Pues depende, pero no es esa mi intención. De hecho, lo cierto es que si no fuera por estas ayudas del IRPF nunca hubiéramos podido comprar las grúas ortopédicas y la atención directa del equipo de auxiliares sería bastante más deficiente. Lo cual tampoco quiere decir en absoluto, que de un dinero que la ciudadanía ha decidido destinar a fines sociales al estado del malestar le dé por invertirlo en determinadas asociaciones o colectivos que pueden incluso mentir en su presupuesto de gastos e ingresos anuales.
La otra patética verdad es que, por más crítica que se le pueda hacer a estas casillas, es que, si me atengo a las subvenciones que ha recibido la Fundación a lo largo de este curso, de los presupuestos de la Delegación de Bienestar Social -a la que se le presenta exactamente el mismo informe anual de gastos e ingresos que al Ministerio de Hacienda- nos ha concedido la irrisoria suma de 1.000 euros. ¿Qué significa esto? Que, como suele suceder en la vida, se puede esperar más de la solidaridad de las personas físicas que de las administraciones públicas, quien ha aportado a la residencia una cuarta parte y encima ostenta el privilegio de poder exigir a la entidad un sin fin de normas y criterios específicos para seguir estando acreditado, entre ellas obligarles a comprar los medicamentos en un farmacia que ha entrado en concurso. Todo por el módico precio de 1.000 euros por ejercicio.
Una equis al año no hace daño, pero lo de vender desde las instituciones públicas que en eso consiste buena parte de la solidaridad social es una falacia del tamaño de dos o tres millones de galaxias. Mientras sigamos debatiendo si la culpa es de la Iglesia, de las oenegés o del chachachá los poderes fácticos van a seguir siendo más felices que perdices destinando la mayor parte de las partidas presupuestarias a las despolíticas que sólo a ellos interesan. Y los máximos responsables son ellos, no me jodas.