Me contestó desde una pragmática inseguridad.
– Es que si me dais de alta tres meses me han dicho que pierdo la ayuda. ¿Y luego qué hago? Iba a pedir la RAI que son once meses…
Torcí el gesto, pero como fue desde el otro lado del hilo telefónico, Victoria no lo apreció y dio rienda suelta a su disquisición acerca de los peligros socio-económicos de tener un contrato temporal. Se hizo algo más consciente de que no veía clara su exposición debido a un suspiro intestino y a una especie de gruñido tipo ronroneo de gato adormilado que fui incapaz de contener en su integridad.
– De ayuda cobras poco más de 400 euros y en nómina vas a pasar de 1.100 al mes. Vas a acabar ganando lo mismo y además cotizando. Sólo tienes que administrarte. Y por tres meses no vas a perder la ayuda.
Silencio.
– Pero si es que con todas las cosas que debo en cuanto cobre me voy a quedar sin nada. Prefiero ganar aunque sea menos todos los meses a lo otro. Es que si no…
– Pues me lo tienes que confirmar hoy o mañana, que si al final no quieres hay que buscar a otra auxiliar.
Un tanto a propósito decidí intervenir en mitad de la frase que estaba a punto de endosarme -la cual había escuchado ya decenas de veces en labios distintos- y colocar a su emisora un poquitín entre la espada y la pared con aquel ultimátum, no del todo cierto, indigno incluso de una película de serie B de amenazas alienígenas.
Nuevo silencio, igual de breve, antes de afinar un tanto las posibilidades.
– Mañana tengo que ir a echar la RAI al INEM; a ver qué me dicen y ya hablamos.
Es obvio y nada llamativo: hay que asegurarse de la bondad de los cambios, por más imposible que ello resulte antes de que decidamos que se produzcan y asumiendo de entrada que una mínima mota que apenas se aprecie en la camisa a estrenar gozará de mayor desprestigio que aquellas otras manchas gordas y gruesas en la camiseta de toda la vida a las que ya se encuentra uno la mar de acostumbrado.
Se llama zona de confort y si existe un estado al que el ser humano se aferra como a una tabla de salvación en medio de la tormenta perfecta no es otro que éste. Igual dan el resto de opciones, que el esfuerzo para mejorar la situación pueda ser mínimo, que parezca que todos los elementos se hayan aliado a favor… La verdad irrenunciable que aflora en medio de toda posible esperanza suele tener forma de chiste: “Virgencita, que me quede como estoy”. La aspiración máxima del ser humano es la tranquilidad, aunque sea más fácil asociarla con la Pax Romana que con la felicidad, y todo aquello que quede fuera de ese estrecho margen ha de ser considerado radicalismo, exageración, extremismo.
No cuesta trabajo juzgar a Victoria. Al fin y al cabo es pobre, y es de sobras conocida su atávica tendencia a preferir vivir del cuento, de las subvenciones públicas, del dinero de todos los contribuyentes. No es preciso ir más allá y considerar determinadas conductas como parte inseparable de la humana condición a la que todos estamos sujetos como a una condena ante la que nos negamos a hacer alegaciones: tener un trabajo de mierda en el que me siento explotado, aunque no dude en afirmar que me da para vivir si se abre otra puerta, aunque sea a la mitad; la conciencia social de clase media a la que busco excusas más incoherentes que las propias decisiones que intento justificar con tal de mantener un estatus, un estilo de vida; apagar la tele, no querer saber nada de las noticias, ir de turista por la vida…
Lo más dañino ese autoconvencimiento falsario de que si me quedo quieto al menos no retrocedo, no puedo ir a peor. Igualicos que ese abuelo recién salido del hospital después de una operación de cadera y que se niega a andar porque le duele. La consecuencia es que al final se queda indefectiblemente en una silla de ruedas, imposibilitado, dependiente y eso, sin duda, por más cera que le queramos dar, es ir para atrás.
En fin, que cuando decidamos juzgar, quejarnos o blasfemar deberíamos quizá inclinar la cabeza y ver si no estamos anclados en nuestra cómoda e indolora silla de ruedas.