Meritocracia

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FEAT by YUK-buitar

     Me hallaba en esa hora intermedia, ni temprana ni tardía, en la que una interrupción, por leve que fuera, podría desestabilizar mi consagrada puntualidad a la hora de dar inicio a la primera sesión del taller de promoción de familias. Faltaba un matrimonio por hacer acto de presencia y fue Manuela, la esposa, quien, con cara dispersa y forzada sonrisa de torniquete, me hizo un gesto locuaz para que saliera un momento de la sala. Se encogió de hombros mientras le quitaba el seguro a la boca.

     – Mi marido… está ahí fuera, en la esquina.

     Como si encogerse de hombros fuera tan contagioso como un bostezo copié el gesto y puse cara de no entender ni jota.

     – Nada, que no quiere entrar.

     Supongo que mi semblante parcialmente adusto fue el que le borró la sonrisa bobalicona de la cara. Abrió de nuevo la boca sin seguro de accidente, pero antes de dar pábulo a explicaciones probablemente poco convincentes me dio por recordarle uno de los criterios básicos para asistir al taller y cobrar los pertinentes cien euros al mes.

      – Tenéis que venir los dos. Ya os lo dije.

    Entonces estalló la bomba, que sonó en los labios de Manuela como una justificación imposible.

     – Es que ha visto que vienen gitanos y es que no puede con los gitanos.

    Respiré hondo, a niveles que podrían haberme hecho batir el récord de profundidad a pulmón libre, y tragándome un exabrupto, dejé que tratara de explicar lo inexplicable.

     – No sé, ya se lo he dicho, pero es que no puede ni sentarse a su lado, ni estar la misma habitación.

     Fui pragmático, en grado sumo.

    – Pues vosotros veréis las prioridades. Si le puede más el malestar que la necesidad ya sabéis que os cerramos ficha y por el momento no os volvemos a ayudar económicamente.

    Salió la mujer a la calle, a convencerlo se supone, resoplando y refunfuñando como un fuelle oxidado. Ni qué decir tiene que no regresaron. Ni ella ni mucho menos el marido. Cuando no hay explicación lo mejor es no darla.

     La única característica que diferenciaba a esta familia de aquellas otras que juzgaba era el color de su piel.

    Se me hace terrible la teoría del merecimiento y posiblemente pocas estructuras mentales logran hacer más daño al individuo y a la colectividad que creer que una persona goza de más o menos mérito que otra. El marido de Manuela, y ella misma en subsidiariedad, se creía más merecedor de disfrutar del taller que otros compañeros, con más derecho, con más autoridad, tal vez porque no hay nada más aliviador para el ser humano que saber que no se es el último de la fila, el último mono, sino que hay un sinfín de descastados que te miran desde abajo y que, a Dios gracias, nunca van a poder llegar a lo que tú has llegado por tus propios méritos.

    También la UE expulsa a los refugiados en virtud de la meritocracia, porque hay que proteger Europa, que bastantes esfuerzos nos ha costado conseguir lo que hemos conseguido. Lo de menos es a quien hayamos tenido que aplastar para alcanzar dichos “méritos propios”.

     Y los jóvenes que protestan porque se han tirado cuatro años de carrera estudiando a cara de perro y ahora les toca el paro, la emigración… O el obrero que se ha partido el pecho diez años en una empresa y ahora es despedido sin miramientos. “No me lo merezco”, solemos decir, como si las cosas buenas de nuestra vida -estudiar esa carrera o encontrar ese trabajo- sí que nos las hubiéramos merecido.

     Protestar es necesario, y luchar contra la injusticia. Lo que no es tan necesario quizá es protestar y luchar sólo cuando creemos que nuestro mérito, nuestro esfuerzo no ha sido justamente recompensado, y ahí reside lo terrible, lo cruel de la teoría del merecimiento: si yo me lo merezco en virtud de vete tú a saber qué planteamientos, lo normal es que piense que otro no se lo merece tanto como yo. Eso, de facto, sí que es injusto. Porque no todo el mundo ha tenido la posibilidad de nacer en tu barrio de clase media-alta; de ser miembro de una familia que te haya podido costear un máster o una carrera (la falacia de la igualdad educativa y las becas de estudios); de disfrutar de un cuarto propio donde hacer las tareas con tranquilidad sin que tu padre, en el salón, le parta la cara a tu madre después de llegar a casa alcoholizado; de tener un móvil, una tablet, un portátil y todos los recursos posibles que te hagan la vida hartamente más fácil que a ¾ partes de la humanidad; de contar con amigos, con apoyos en los malos ratos, emocionales y financieros; de vivir y crecer en Europa y no sufrir cada día al pensar si mañana vas a tener para comer tú o para darle de comer a tus hijos.

     No vamos a rasgarnos las vestiduras ni a cubrirnos de sayal y ceniza por lo que hemos tenido la suerte de tener, pero sería de rigor dar gracias por ello, a la vida aunque sea, pues la mayor parte de las veces aquello de lo que disfrutamos ha sido mera cuestión de fortuna y de oportunidades, no de merecimiento, y todo ser humano tiene los mismos derechos que tú y que yo.

     Joder, ¡qué daño ha hecho L’Oréal! “Porque yo lo valgo”, ¿y el resto no?

2 comentarios en “Meritocracia

  1. ya sabes que si tienen dinero son Romanies, Árabes u Homosexuales(incluyo porque es un mensaje de odio) pero cuando son pobres son gitanacos, moros y maricones. En todo el auge de la extremaderecha en Europa (Hungría, Austria, etc) hay de fondo un mensaje de odio, un acicate bueno para llamar a filas a todos los xenófobos que culpan de sus males a los gitanos, extranjeros, etc…
    No debemos de permitir estas actitudes, efectivamente una persona que no quiere estar en x sitio porque hay gitanos tiene un problema, grave, y todos sabemos cómo se llama.

    Y lo del merecimiento da para mucho, esencialmente porque coincido contigo en esa creencia de que por haber nacido en x sitio tenemos derecho a todo, curiosamente eso me lo he encontrado aquí en el norte cuando me han venido con historias de que a los andaluces nos pagan todo etc… Parece ser que el tema de la igualdad es muy difícil de explicar por más que nos lo digan.

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