No quiero ser mujer

    Antes de ir al asunto, no vaya a ser que me lluevan piedras, puedo asegurar que el título de esta entrada no tiene que ver con la misoginia ni nada que se le parezca. Más bien al contrario, se debe a una propia limitación mía: la de un ser asocial que si tuviera que estar todo el puñetero día sujeto a las críticas, opiniones y/o aprobaciones de su conducta por parte del resto del mundo (de manera especial del 50% de la población que no es fémina) no iba a sobrevivir a pasado mañana.

    Me explico, con un detalle que puede parecer una memez comparado con el resto de juicios de valor a los que se ven sometidas las mujeres decenas de veces al día, pero que es sintomático de que hagan lo que hagan todo debe de ser regido por el harto conocimiento y las directrices del casto patriarcado.

     La semana pasada a una mujer de la residencia (secundada inmediatamente después por su marido y compañeros de mesa) se le ocurrió decirle a una compañera de trabajo que no tenía respeto ni educación por su forma de vestir, inapropiada y a todas luces corta para desempeñar la función que debía desempeñar. Que me disculpe quien tenga interés, pero no voy a perder un segundo de mi tiempo explicando ni en lo más mínimo cómo iba vestida, que a todo el mundo debería de importarle un carajo, aspecto que quedará cristalino en el contexto contrario al que haremos referencia en la segunda parte de este escrito. La pareja de marras y sus compañeros de mesa tienen entre 85 y 90 años y no vamos a pedirle peras al olmo, pero al día siguiente por la mañana, recibo un correo de una de sus hijas pidiendo explicaciones de lo que había sucedido (poniendo adjetivos incluso más reaccionarios como «el debido decoro») y que esperaba que no se volviera a repetir. Tampoco voy a abusar de vuestro tiempo compartiendo cordialmente lo que le contesté a esta señora, de mi misma edad, y cómo le indiqué, también con infinita y paciente cordialidad, dónde podía meterse sus opiniones sobre el vestuario de las compañeras de trabajo.

     Esta misma mañana, justo antes de ponerme con esta entrada, leo en un diario digital que el equipo noruego femenino de balonmano playa iba a ser multado económicamente más nuevas sanciones de participación en competiciones nacionales si las deportistas se negaban a usar el preceptivo bikini, con una braguita que no puede superar los 10 cm de ancho en las caderas. Las muy indeseables habían propuesto a la federación poder llevar un top más ancho en la parte superior y unas mallas ajustadas hasta medio muslo en la inferior. Que conste en acta que, hasta 2014, hace cuatro días, la Real Federación Española de Balonmano también obligaba a las jugadoras a vestirse con tamaño atuendo sexista en las competiciones nacionales, y a menos que me equivoque mucho, a día de hoy juraría que el reglamento internacional sigue exigiendo dicha equipación a las féminas. Lo más triste es que este despropósito ni es nuevo ni es el único deporte retrógrado implicado en escándalos similares: fútbol en 2004, tras declaraciones del entonces presidente de la FIFA Joseph Blatter; baloncesto en 2011, cuando la FIBA tuvo que corregir el cambio de normativa tras una denuncia de la asociación de consumidoras Facua; bádminton, también en 2011, año en que la BWT tuvo la ocurrencia de querer aplicar un reglamento que exigía a las mujeres jugar con falda: o el Voley Playa, cuyas jugadoras tenían la obligación de usar bikini hasta el cambio de normativa en 2012.

     Ya termino: las mujeres no pueden vestir como quieran, por si no queda claro, porque ya sea por exceso o por defecto nunca nos tienen contentos. O van como putas cuando deberían ser más decentes (con muchísimo perdón por la expresión, que no es mía, y no sé si es que hay una forma concreta de vestirse si te dedicas a la prostitución) o se niegan a ir como putas cuando deberían hacerlo.