La violencia machista no es…

    La violencia machista no es la noticia en prensa de que otra mujer, una más, ha sido asesinada por su pareja. Ni empieza ni termina ahí.

    La violencia machista no son las denuncias, el maltrato, los gritos y las voces en el piso de la vecina. Los cristales rotos, los insultos, el abandono en el balcón o el descansillo de la escalera.

    Estas son sus consecuencias más graves.

    Pero la violencia machista de inicio con un piropo tan gracioso que a la chica, que no lo ha pedido, le da grima.

    Cuando en una discoteca le meto mano a una chica que tampoco me ha pedido nada aunque vaya con una minifalda extremadamente corta.

    Cuando me río de las opiniones de una chica porque es chica y de eso no sabe.

    Cuando «ayudo» en casa.

    Cuando en Navidad le digo a las chicas que a ver si se ponen a dieta rodeado de santos varones con barrigas cerveceras a los que nadie se dirige en similares términos.

    Cuando me creo mejor, por el mero hecho de ser varón…

    La violencia machista empieza sin darnos cuenta. En el día a día, y hay que estar al loro.

    Para el día de la ignominia de contra la violencia machista comparto el primer capítulo de mi novela «Yo, tú… él», porque así puede empezar lo que nunca esperas.

1

Hay quien opina que es más fácil tener fe en Dios que en la humanidad, pero se me ha olvidado desde siempre.

–Me está mirando las tetas. ¡Qué descaro! Ji. Me gusta –le bramé en el oído a Raquel, mi amiga del alma, como si me fuesen a pagar un dineral por dejarla sorda. Si existe un espacio que fomente la comunicación interpersonal no es, desde luego, una discoteca.

Tenía yo poco más de diecinueve años y no eran mis preocupaciones distintas de las de las nenas de esa edad: caer bien en vez de ser la más lista de la facultad y llamar un poquito la atención, ¿por qué no? ¿Acaso no puede una chica vestirse como le dé la gana por miedo a encontrarse con un pervertido al volver sola a casa?

Desde que cumplí los doce o trece años me convencieron de que estaba buena. Eso me decían, los babosos y las envidiosas. Mis amigas también y a veces hasta les daba coraje salir de marcha conmigo; me los llevaba a todos de calle. Lo de la autoestima funciona así, por más bonitos que tenga una los ojos. Hasta que a algún alma caritativa no se le ocurre soltarlo por la boca puedes pasarte toda la vida dando por supuesto que lo que tienes debajo de las cejas son dos minúsculos botones mal cosidos.

Como ya hacía varios años había descubierto que mis botones azul aguamarina estaban tremendamente bien cosidos, solía ser el aspecto menos sujeto de consideración cuando me arreglaba y maquillaba frente al espejo del dormitorio. De los tres cuartos de hora largos dedicados a cumplir con tan ardua tarea, apenas dedicaba tres minutos a un ligero sombreado de párpados. Cardar el pelo: cuatro. Volverlo a peinar: dos más. Cardar por segunda vez: sumamos otros dos. Coloretes en los pómulos y barra de labios: tres, siendo generosa conmigo misma. La otra media hora restante quitarme y colocarme hasta la desesperación todo mi vestuario de fin de semana; sin renunciar lo más mínimo a poner a caldo a mi fondo de armario y a la roñosa de mamá, responsable directa de tamaña afrenta personal y comunitaria.

Toda la parafernalia para que, al final, el tipo de enfrente lo único que termine apreciando sean tus tetas.

–¿Y tú te llamas? –escupiéndome en la oreja.

–Te lo acabo de decir hace dos minutos –le contesté también a voces. Y no se lo repetí.

Un poco contento iba, por ser fina. Tampoco estaba yo para echar a correr sin darme trompazos contra las paredes, pero controlaba más, como piensan todos los borrachos si se comparan con los que les rodean.

–Juani –dije por fin. Quise disculpar su despiste en el chunda chunda machacón de It’s the Final Countdown, o como leches se llamase. Cuatro o cinco años llevaba la cancioncita dando morcilla.

–Yo Benito. Beni. –Tenía los ojos de trapo, semicerrados igual que si les hubiesen dejado caer por encima dos cortinillas.

–Ya; también me lo habías dicho. Hace eso… dos minutos. –Me salió un poco borde. Nunca me he considerado una persona especialmente diplomática y dicen que con unas copas de más se acentúan los defectos, no las virtudes.

–Un beso, ¿no?.

Apoyó su mano en mi hombro; se le notaba fuerte al gañán. La mezcla de alcohol y colonia no es de lo más agradable, pero el pavo no estaba nada mal y todavía se podía fumar en los bares. El humo del tabaco mata hasta el olor a pedo.

–Mejor dos, ¿no? No seas tan directo que no nos conocemos.

Me reí a pierna suelta, con más de una carcajada, como solo es capaz de conseguir la desinhibición.

Su cara con mandíbula de superhéroe se puso colorada, a salpicones, como si mi comentario le hubiese provocado alergia. Sonrisa forzada de doscientos megatones (era yo de ciencias puras). No parecía demasiado acostumbrado a un desplante.

–Bu-bue-bueno… Pues nada, encantado ¿eh?. Ya nos vemos.

Y yo que lo retuve. Imbécil de mí.