Hay ocasiones en las cuales, en virtud de la necesidad, tiene el ser humano la oportunidad inaudita de gozar de tanto tiempo para tocarse las pelotas que, si sabe aprovechar dicha ocasión, podría dedicarse incluso a pensar un poquito qué aspectos de su vida lo único que hacen es llenarla de vacío y de oquedad. La situación de confinamiento generada por el COVID-19 es, sin lugar a dudas, una de las más idóneas.
«Vivarium», la película de ciencia ficción distópica (o no tanto) del director irlandés Lorcan Finnegan, es de las que puede ayudarnos a ver que nuestra rutina y nuestro modelo de sociedad son una completa tragedia casi consumada. Y hacerlo con una lucidez tan insultante como despiadada. No deja de sorprenderme que determinadas cintas pasen tan desapercibidas por nuestras pantallas.
Difícilmente podría haber elegido Finnegan, que también es coautor de la historia en la que se basa el filme, un título más apropiado si nos atenemos a lo que nos quiere mostrar en la poco más de hora y media: el capitalismo controla cada faceta de nuestro ser y, encima, en el culmen de la eficacia, nos hace creer que la única forma de salir del modelo es a través de él. Quienes dominan nos introducen en un espacio cerrado y definitivo donde investigarnos y observarnos, hacernos crecer, multiplicarnos y dar fruto según sus expectativas para no romper el eterno ciclo del sistema que gracias a la activa participación de la ciudadanía se retroalimenta.
Agradecería que lo más terrible de «Vivarium» fuera lo más obvio: el sentimiento de impotencia que siempre tratan de transmitirnos porque las cosas son así (la naturaleza cruel); la asimilación social de determinado modelo cultural de matrimonio y de relaciones, la esquemática y sintética educación de los hijos, el trabajo inútil que nos programa para nuestro propio fin y nos mantiene atentos al absurdo… pero no, lo más terrible de «Vivarium» es que nuestra displicencia, falta de metas y final asunción ante determinados obstáculos son los que mantienen y sustentan nuestro modelo económico, cultural y político hasta el infinito. Nuestro adelgazamiento y muerte, sea física, mental o intelectual, logran que quienes más tienen, esos que nunca vemos porque solo están a través del dominio de otros, más engorden.
Y más allá del soberbio guion de Garret Shanley, Finnegan demuestra ser un magnífico director de actores desarrollando la trama mayoritariamente en un único escenario y haciendo un uso racional y sujeto a la historia de los efectos digitales. Tan perfecto es todo lo que rodea a la urbanización Yonder –incluso sus nubes de algodón– que acabas odiándola. Ojalá el confinamiento, la soledad, el tiempo para pensar consiga hacernos ver lo que se esconde tras las nubes algodonosas de mi relación de pareja, de mi trabajo, de mi bienestar y luchemos para que nunca jamás haya más vendedores y compradores de sueños.