«La senda del perdedor» (1982)

Charles Bukowski, painted portrait, by Abode of Chaos

     Puede que hermoso no sea la mejor forma de adjetivar de modo natural lo triste, pero sumergirse en el caos vital a través de las palabras de Bukowski se le parece algo.

      Difícilmente puede calificarse de hermosa su novela «La senda del perdedor», y sea tal vocablo solo una irreal descripción que negaría hacer justicia a la obra, un auténtico chute de realidad, de revelación indeseable que te golpea con un uppercut tras otro (como tantos que recibe Hank, el protagonista/alterego de Bukowski) y logran hacerse presentes en frases lapidarias que escuecen a quienes, podíamos decir, nunca hemos carecido de nada: «observé cómo salían del agua relucientes, jóvenes e invictos (…); y, sin embargo, se perdían algo de la vida porque no habían sido puestos a prueba aún. Cuando la adversidad alcanzara sus vidas posiblemente llegara demasiado tarde o fuera demasiado poderosa. Yo estaba preparado». O esta, cruel: «la gente sólo piensa en las injusticias cuando les suceden a ellos».

      Leyendo sus líneas, resulta casi irremediable pensar en Holden, el protagonista de la novela de Salinger «El guardián en el centeno», y en el Ferdinand de «Viaje al fin de la noche» de Céline (con quien tiene más puntos de conexión nuestro abrazable Hank Chinaski); todos profundamente autobiográficos, aunque algunos más de cartón piedra, porque por más que el protagonista de Céline esté revestido de mayor consistencia y pueda ser mucho más influyente (eran principios de los 30) hay diferencias, quizá marcadas por un halo de exclusiva dignidad, que me hacen más comprensible a Hank y que las comparte él mismo, sea a modo de autobiografía o de dolor: «soy infeliz. Si fuera cínico probablemente me sentiría mucho mejor».

      Afortunadamente, también nos queda esa sensación agridulce de perdedor con clase que no ha de avergonzarse de sus cicatrices y que ya se anhela desde la propia autocomprensión de Hank el antihéroe: «en torno mío se agrupaban los débiles en lugar de los fuertes, los feos en lugar de los hermosos, los perdedores en vez de los ganadores (…). Yo les parecía irresistible a todos esos tipos idiotas y grises». Hay perdedores más gordos que Hank; Bukowski parece querer dejarlo claro con la sombra de la guerra que planea de manera horizontal a lo largo de sus últimos capítulos. En la guerra nadie gana.

      Algo sí que me agrada de Bukowski y que muchos otros no tienen, ese golpe mortal y directo a la boca del sueño americano, que es sueño mientras duermes y se convierte en pesadilla al abrir los ojos.

      Y, bueno, puede que lo que pareciera más justo y medido en el viaje de Céline lo veamos menos justificable en el relato vital del estadounidense: Bukowski tiene más fijación por el sexo que la jerarquía católica. No creo que haya en toda la obra más de tres páginas seguidas en las que no se hable de pollas, felaciones, polvos u onanismo. Pero era la década, la generación, el realismo sucio… y quizá será también que todo en Bukowski es profundamente autobiográfico, más de lo supuesto, y que la virginidad de Hank logró afectar de por vida a su padre literario, llenándolo de frustración freudiana.

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