Lo digo sin atisbo de duda: el miedo, por su propia naturaleza, es radical y profundamente egoísta. Al menos, el miedo «racional», no incluido en las fobias o los traumas, si es que fuera posible que no todo miedo contenga cierto componente de irracionalidad. No obstante, no voy a dejarme llevar por tamaña certeza y ponerme a menospreciar o a tachar de vil y despreciable a cualquier ser humano que, en determinadas situaciones de la vida, sienta pánico en su interior y hasta lo deje salir a borbotones por todos los poros de su piel ya que, por más que hayamos pretendido convertir la frase de marras en verdad de Perogrullo, el miedo no es libre, nada más alejado de la realidad; soy más de la opinión del poeta mexicano Amado Nervo cuando dijo que «el miedo es más injusto que la ira». A una persona más cabreada que un mico le puede asistir una razón irrefutable, pero a la que se ha dejado llevar por el egoísmo jamás podrá llevar la razón.
La cuestión podríamos cerrarla con tan solo pensar una pizca en aquellos momentos en los que nos ha sacudido el miedo: cada vez que lo hemos sufrido en las carnes seguro que fue por nosotros mismos o, como mucho, abriendo el abanico de la generosidad, por los nuestros. ¿Puede existir egoísmo más evidente? Así, cuando en pos de la seguridad (nuestra seguridad) levantamos alambradas en Ceuta y Melilla o llevamos a cabo devoluciones en caliente (por más que el Tribunal de Estrasburgo haya condenado a España por dicho motivo); o cuando nos dicen que es demagogia y populismo soltar la consigna de papeles para todos; o sueltan con escaso rigor que vienen a quitarnos el trabajo aunque al otro lado del espectro insistan en que los inmigrantes viven de subvenciones (¿en qué quedamos?); o cuando los medios generalistas bombardean una y otra vez con cáusticas noticias sobre la amenaza yihadista en España (a pesar de que hayan muerto el doble de personas en el tajo durante el primer semestre de 2018 que a lo largo de los quince años de supuesto terror islamista)… Cuando apelan a la seguridad tocando la fibra sensible de nuestro miedo, tengamos claro que lo que está saliendo a flote, por más esmero que pongamos en ocultarlo, es nuestro egoísmo; ese miedo visceral delata que solo somos capaces capaces de pensar nosotros y en los nuestros. Incluso el inane recurso de la defensa a ultranza de la patria no es capaz de mitigar esta verdad; al fin y al cabo, la palabra patria proviene del genitivo latino pater: patriae, de los padres. Miedo a perder mi identidad, mis raíces, mi estabilidad.
El miedo es natural, espontáneo, casi instintivo, tan intrínseco a nuestro ser que sentirlo no puede verse como una desventaja, sino como un medio de supervivencia (incluso existe un trastorno cerebral irreversible, la enfermedad de Urbach-Wiethe, que convierte a las personas que lo padecen en imprudentes y temerarias); lo terrible, pues, no es sentirlo, todos los animales lo experimentan, sino dejarnos dominar por él, perder la racionalidad, componiéndole una oda de justificaciones hasta revestirlo de un halo de normalidad que pareciera falta de seso temer que le suceda algo malo al resto del mundo, ese que no tengo el gusto de conocer en persona y, como los seres humanos somos expertos en sacarle punta a todo lo que nos resulte beneficioso, adornamos tal egoísmo con la contundente afirmación de que únicamente podemos sentir miedo hacia aquello que amamos. Resulta evidente entonces que la solución pasaría, de manera irreductible, por conocer más al resto del mundo, en persona, para que nos resulte imposible excusar nuestra necia ausencia de miedo en que no es posible amar aquello que desconocemos; al fin y al cabo, la solidaridad, tan ajena al miedo, es un acto de amor: «cuando (para el opresor) los oprimidos dejan de ser una designación abstracta y devienen hombres concretos, despojados y en una situación de injusticia: despojados de su palabra, y por esto comprados en su trabajo, lo que significa la venta de la persona misma. Solo en la plenitud de este acto de amar, en su dar vida, en su praxis, se constituye la solidaridad verdadera» (Paulo Freire, Pedagogía del oprimido, 1970).
Pues de cada cual depende: ser cobarde y egoísta o cobarde y solidario; lo que cuenta es el final.