Si la semana pasada lográbamos demostrar, sin resquicio de duda y con escaso esfuerzo intelectual, que prácticamente el 100% de las personas que habitan en un barrio en exclusión social mantienen actitudes furibundas y resultan ser más malas que la quina para cualquiera de sus congéneres, tan sólo quedaba probar que, además, no son capaces de relacionarse con las personas normales sin mentir o soltar medias verdades.
Un ejemplo que puede servir de paradigma es el de Samir, un chico de 12 años de padre gitano y madre árabe y cuyo domicilio familiar está inserto en mitad del barrio de Las Moreras, una de las tres zonas más empobrecidas de Córdoba capital, que no está de más repetirlo.
El asunto es que, desde que era pequeño y comenzó a tener relaciones sociales, tanto la madre como él mismo ocultaban al resto de familias dónde vivían, con la idea errónea a todas luces de que, si se les ocurría decir la verdad ¡las iban a tratar de manera diferente y no iban a querer relacionarse con ellos! ¡Qué mal pensados! En una sociedad tan generosa y poco clasista como la nuestra. Es más, la madre, aunque el núcleo familiar no contaba con excesivos recursos económicos, a fin de que su hijo tuviera apoyo social y pudiera formar un grupo de iguales, iba a tooooooodos los cumpleaños de los compañeros de clase con un regalo para la ocasión. ¡Y no decía nada del esfuerzo que le estaba costando todo aquello! Si será falsa.
El colmo de la desfachatez le ha llegado a Samir en su recién estrenada adolescencia. Cofrade (algo que no es que satisfaga a su madre, claro) y con numerosas actividades fuera del barrio, ¡aún no ha invitado a sus amigos a merendar a su vivienda social, a pesar de haber ido repetidas veces a los pisos de los demás! Y encima, cuando salen a pasear juntos y lo acompañan a su casa, se desvía antes de llegar a Moreras y les miente descaradamente al comentarles que vive en El Arroyo del Moro teniendo que dar un rodeo de tres pares de cojones aunque sean las tantas de la noche. ¡Vaya pérdida de confianza! Luego se quejan, ya ves tú si a sus amigos y a sus progenitores les dará igual dónde vivan las amigos de sus hijos por más que los medios de (des)comunicación, la policía o el miedo irracional tan sólo se acuerden de Moreras cada vez que pasa algo que cree alarma social. Con lo abiertos y sensibles que son las familias de los colegios de pago.
En fin, que no entiendo yo por qué las mujeres de Moreras que entregan su CV en la zona centro se niegan una y otra vez a poner en sus datos personales la dirección de su domicilio habitual, si ya se sabe que es ilegal no contratar a alguien simplemente por su estrato social. Son todas iguales. Mira tú, las gitanas no tienen ese problema con lo de poner su domicilio habitual, con solo verles la cara ya no las contrata ni Dios.
Pues eso, que se marginan ellos solitos y luego son capaces de sentirse indignos y de que no pueden decir la verdad ni a propios ni a extraños. ¡Qué cosas! Ya lo dijo la trasgresora actriz rusa Faína Ranévskaya: «mucha gente se queja de su apariencia, pero nadie se queja de su cerebro». Joder, ¡qué verdad más grande!.
No conozco a nadie que mate una mosca por crueldad. Nadie hace nada por crueldad, ¿no? Siempre digo que, como los directores de cine son muy suyos, se reservan las mejores frases de sus filmes si actúan en ellos. Renoir no iba a ser menos, así que en La regla del juego dice casi al final: «lo terrible de este mundo es que todo el mundo tiene sus razones».
Me uno a Mercedes en su «insensatez». Te leí y curiosamente no te comenté, casi lo hago pero se me borró varias veces o se borraría de otra forma. Estoy últimamente que me acuerdo de una frase que aprendí en inglés de COU. «Almost never killed the fly». Así estoy últimamente. ????
Gracias por tu insensatez 😀 .
Difundo.
Como siempre, me postro ante tu elocuencia.