Dice la sabiduría popular que la ignorancia es madre del atrevimiento. Una frase atribuida a tanta peña en sus diferentes formulaciones que ya tiene licencia Creative Commons de obra derivada. No voy a atreverme a negar lo evidente, pues es casi una verdad de Perogrullo el aceptar que resulta más fácil encontrar el cerebro a un cruasán que al 98% de la clase política, y hasta puede que me haya quedado corto por aquello de darle culto a la mesura como virtud ínclita. Pero lo cierto es que la ignorancia tiene una hija mucho más dañina y perversa que el atrevimiento, y es la injusticia, y asumirla como mantra, porque lo peor de la ignorancia es que se contagia a mayor velocidad que una mala gripe, porque los resultados de su virus son tan reconfortantes para el espíritu como un caldito de la abuela o una bolsa de agua caliente colocada en la cama debajo de los pies. ¿O es que existe un remedio mejor para la insolidaridad que aquel que logra liberar de toda responsabilidad?
«Se marginan ellos solitos». Es un mantra, injusto, cruel, despiadado que se basa en la ignorancia. Al desconocimiento me siento dispuesto a darle alguna mínima oportunidad, porque acostumbra a tener los oídos bien dispuestos y le suele costar menos dar su brazo a torcer cuando lee, cuando investiga, cuando compara. La ignorancia es que no sabe ni leer y, francamente, le importa un bledo, tanto como a Clark Gable el futuro de Vivien Leigh, sólo que la ignorancia, para más inri, no llora, ni por pensar en sí misma.
Por otro lado, no hay que olvidar que dichos mantras socio-comunitarios siguen siendo repetidos con la solidez de un martillo pilón por quienes ostentan el poder, a fin de hacer carrera con la desgraciada sentencia –también de amplio espectro mántrico y que ha sido heredada de ignorante a ignorante cual desastroso gen de tres al cuarto– de que una mentira repetida muchas veces se convierte en verdad.
Ahora, por lógica secuenciación, habría de llegar el momento oportuno en el que empiezo a dar datos y más datos estadísticos, igual que un poseso, acerca de la estulticia de semejante razonamiento –que no lo es tal si nos atenemos a lo justo–, pero como habíamos quedado en que la ignorancia no la cura ni el doctor Frankenstein con un trasplante de cerebro me dirijo más bien a los dispersos, a los humildes, a quienes, como yo, andan surcando caminos, y les digo:
Que hace unos años, un grupo muy majo de alumnas –la mayoría eran chicas– del colegio de Las Esclavas visitaron el barrio de Las Moreras de Córdoba para acercarse a la realidad de la exclusión social. La asignatura era ética y religión, y la idea ofertar posibilidades de voluntariado entre el alumnado del colegio. Tras las consabidas explicaciones acerca de los diferentes proyectos de integración e inclusión de los que podrían formar parte –Centro de Promoción de la Mujer, Sala de lectura, Cáritas…– varias fueron las alumnas que mostraron interés en incorporarse y que así se lo hicieron saber a la profesora que las acompañaba en el tour, Marta, una amiga desde poco antes y hasta ahora, a pesar de conocerme. A los días, sabía tanto de las alumnas que habían mostrado interés como de la teoría de cuerdas.
–Marta, ¿las chicas que iban a empezar con el voluntariado?
La respuesta unánime daba grima.
–Sus familias no las dejan venir al barrio. Tienen miedo.
Con todo el afecto y el respeto del que soy capaz, que lo mismo no es mucho: aquellos lectores y lectoras que han pensado exactamente lo mismo que los padres de aquellas lindas criaturas menores de edad son unos ignorantes, y espero que, a lo sumo, simplemente desconozcan la realidad, que tendría fácil solución. El caso es que el que suscribe lleva colaborando en ese barrio de mala muerte y repleto de peligros más de veinte años –y metido hasta en camisa de once varas– y la máxima inseguridad vital a la que me he visto expuesto ha sido pegarme un trompazo en un portal porque no funcionaba la luz de la escalera. De hecho, no conozco a nadie que haya sufrido ataque de ningún tipo y categoría más allá de las personas del propio barrio que andan metidas en ajustes de cuentas.
«Se marginan ellos», ya. Si es que son peores que la quina.
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Nuestra ayuda es toda la que podamos dar. No salir de nuestro rellano, a veces significa no salir de nuestra comodidad. En mi rellano hay peña que lo pasa mal, pero en el barrio el porcentaje es significativamente mayor, por ser fino. Del mismo modo que, si comparas el barrio con lo que he visto en países empobrecidos, no hay color.
Una cosilla, que lo mismo es que soy muy puntilloso con lo de la marginalidad y los prejuicios, pero llamar a un barrio con el calificativo de conflictivo, ya me parece un prejuicio. Como decírselo a un niño o a una familia. Los barrios y las personas tienen dificultades y/o problemas, pero no SON conflictivos.
Gracias de nuevo por compartir, compi 🙂 .
No sé qué decirte. Cada día paso por un barrio conflictivo para ir a casa de un familiar. No he tenido problemas y conozco alguno que vive allí y son buenas personas. Eso sí, no quita que en alguna ocasión hay movidas policiales por esas cosas que en los barrios ricos no se ve, porque pasa dentro.
Nuestra ayuda, no es en Cáritas, hay gente hasta en tu rellano que lo pasa mal y mira que no habla de ello no se va de juerga por ahí y bastante tiene con situaciones complicadas. Mira que es un barrio obrero, ¡OPS! Perdón, barrio de clase media empobrecida, que aquí nadie es obrero, Dios les libre. Y ese complejo no lo veo en el otro barrio.
Estoy confuso con muchas cosas, no nos aceptamos ni en lo más básico.
Y tú. Eso es ser inteligente, estar dispuesto y dispuesta a aprender.
Magnífica reflexión, para variar. Y a la que puedo apoyar después de haberme pasado 18 años de mi vida conviviendo en el curro con «marginados» Es cierto que alguna vez , al principio, pasé miedo, pero es que el desconocimiento es el peor de los impulsos. Ha sido un placer y un aprendizaje estar con ellos en el día a día y he descubierto gente maravillosa entre putas, ladrones y drogatas. Es solo que la vida nos coloca a un lado de la calle y resulta difícil cambiar de acera si nadie te echa una mano. Menos mal que estás tú ahí para recordarlo.