No, aunque pueda parecerlo claramente, la primera entrada del curso no va dedicada al medio ambiente, a la ecología o a los residuos tóxicos aunque fuera por aquello de la de basura que parece acumularse más en verano gracias a los turistas. No quiero crear debates sobre la turismofobia y la gentrificación.
En realidad, voy a hablar de mi gato, Igor, y ya de paso, de las cosas que me hace pensar el felino.
Igor es un minino gordito, negro, bastante vaguete y que sólo juega si le lanzas la bola a medio centímetro de su pata delantera. También es un gato vulnerable, el pobre, con cistitis crónica y que come un pienso que cuesta una pasta. Algún desaprensivo lo tiró de recién nacido a un contenedor, pero alguien escuchó sus maulliditos y le salvó la vida. Con menos de un mes me adoptó, porque el jefe es él, como todo amante y compañero de los gatos sabe muy bien, aunque en ocasiones se dispute el puesto con su hermano de leche Leo.
Como en toda historia que se precie es bueno narrar un poco al inicio las características del personaje principal a fin de crear un vínculo: empatía u odio visceral, según interese. Está claro que mi interés gira únicamente alrededor del primer objetivo, aunque sólo el roce hace el cariño y en unas líneas no es muy viable conseguirlo.
El caso es que hace un buen puñado de días dejé en el suelo de la entrada un envoltorio de plástico de unos rollos de papel para tirarlo a la primera ocasión que tuviera que salir a la calle. Igor se acercó a ponerle el hocico, asustado y huidizo, como suele actuar ante cualquier novedad, pero le puede más la curiosidad. Colocó encima las patas delanteras, luego las traseras, dejó caer su panza oronda y, hale, a dormir. Se tiró encima de la bolsa hasta antes de ayer, cuando la llevé al contenedor. Y la mar de feliz, se levantaba sólo para comer y para hacer sus necesidades.
Puede resultar curioso para quien desconozca algunos de los comportamientos habituales de los felinos, porque es obvio que nadie obligaba a Igor a pasarse casi todo el día encima del puñetero envoltorio de 40×40. Y vivo en Córdoba, y era agosto. No hace falta ser un lince para imaginarse la calor (en femenino) que tenía que pasar la criatura acoplada ahí sin apenas moverse. Pero él tan tranquilo, relajado, ausente de estrés. De hecho cuando le cambiaba la bolsa de sitio iba detrás como en una procesión para ver dónde la soltaba.
Y como estamos a principios de curso, y se hacen incluso más propósitos en septiembre que en enero, mi perola empezó dar vueltas acerca de las bolsas de plástico personales, aquellas que nos neutralizan como activistas y como combatientes, desde la empatía o desde el odio visceral, vete tú a saber. Pensé en aquellas cosas comunes de la vida que nos hacen sentir cómodos y asépticos y así levantarnos sólo para comer y para mear. Reflexioné sobre aquellas historias que nos sumergen en un microclima de efervescencia capitalista o de bostezo ayudándonos a interiorizar que no existe libertad mayor que la englobada dentro de una bolsa de 40x40cm, en la que, supuestamente, vivimos bastante mejor que si traspasamos sus márgenes. Puede ser un trabajo de mierda, la hipoteca del piso a 30 años vista, quejarnos y apagar la tele, la pareja, sentirnos imprescindibles…
Igor tuvo la fortuna de que mandé la bolsa al carajo a los pocos días, por muy feliz que él se sintiera, pues ya temía hasta que se le atrofiaran las articulaciones, pero los seres humanos, tan racionales, no creo que vayamos a tener tanta suerte. O nos quitamos cada uno la bolsa o el sistema nos va a poner cada día más, bien cerquita, para hacernos sentir igual de felices y alelados que Igor dentro de su envoltorio de menos de medio metro cuadrado.
«En tu lucha contra el resto del mundo, te aconsejo que te pongas del lado del resto del mundo», dijo Kafka, experto en dolor y en debilidad. Para no caer en la tentación, mejor saber: ¿cuál es tu bolsa de plástico?
Hay días que uno se levanta con ganas de comerse el mundo, y otros con la sensación de que está siendo devorado por el mismo.
:'( .
Ser consciente es el primer paso, claro, el otro será encontrar el punto de apoyo, que lo mismo eres tú y no lo sabes.
Mi bolsa de plástico es un poco al revés. El estrés, que uno puede acomodarse hasta a estar estresado, y es mi propósito de este curso que empiezo. Hoy ya casi lo rompo.
Mi particular bolsa de plástico estaría en eses momentos en los que me invade la desidia producto, más que nada, de mi situación personal y la soledad en la que vivo instalado.
A veces pienso que no son más que burdas disculpas, que tendría que ser capaz de levantarme cada mañana con otro ánimo, pero no puedo.
Y no puedo porque soy persona de vivir la vida en compañía, es como si necesitase un punto de apoyo para así poder mover el mundo, como si no me valiese por mí mismo.
Esa es mi tremenda debilidad, y que hace que, cada cierto tiempo como que se me entierran las ganas de pelear por las cosas y me vaya a lo cómodo, a lo fácil, aunque, en el fondo, no sea con lo que me identifique plenamente.
Así es como me siento esta mañana tras comprobar ayer como debía olvidarme de la persona que me rondaba la cabeza, por ejemplo.
Pero bueno, no desfallezco en la búsqueda de ese estado que te produzca felicidad y sentirte bien contigo mismo a partes iguales.
Gracias por tu artículo.
Un abrazo.