Dicen que si alguien lo ha explicado ya del todo bien, para que vas a darle tú vueltas al tarro.
¡La doctrina de la igualdad!… Pero si no existe veneno más venenoso que ése: pues esa doctrina parece ser predicada por la justicia misma, mientras que es el final de la justicia…»Igualdad para los iguales, desigualdad para los desiguales» – ése sería el verdadero discurso de la justicia: y, lo que de ahí se sigue, «no igualar jamás a los desiguales».
La idea la expuso Friedrich Nietzsche. ¿Quién iba a ser si no? Uno de los maestros de la sospecha. Porque llega un punto en el que, tristemente, lo más sensato resulta ser sospechar de muchas cosas. Y no me refiero a la CIA, la NSA, Féisbuk, Guguel o el gobierno de turno. Que también. Ni se trata de desconfiar de la persona que tienes al lado en la casa, en el curro, en el colectivo del barrio. Que seguramente deberá de ser algo menos.
Hay que sospechar de quienes hablan de igualdad desde el privilegio de clase. No hace falta subirse en un pedestal para ser de ese grupo, claro. Todo el mundo lo sabe. Hay mogollón de peña que se mueve por la vida mirando por encima del hombro, pero piensa que todo lo afronta en un plano de igualdad. Quizá porque el concepto de igualdad que manejan se parece una barbaridad a ese que explicaba Nietzsche y que poco tiene que ver con la justicia y con una visión global.
El asunto es muy sencillo y me golpeó en la cara una vez más en mitad de una de esas reuniones solidarias y constructivas donde tratábamos de enfocar cómo realizar una aproximación positiva a las personas de determinado barrio en exclusión.
– Tenemos que acercarnos a sus casas como si fuéramos uno más.
– Hacernos como ellos, unos iguales.
Ah, pero ¿es que no lo somos? Uno más, iguales… Pues vaya.
Yasujirō Ozu, el grandísimo e influyente director de cine japonés rodaba sus películas colocando la cámara a la altura de la cintura, como si el espectador estuviera sentado sobre un tatami. Pensaba con gran acierto que la perspectiva era fundamental a la hora de poder ponerse en el lugar de las personas y captar su forma de ver la vida. La rareza también le obligó a construir los decorados de sus filmes con techo mucho antes de que Orson Welles asombrara al mundo con sus encuadres.
Perspectiva y techo. Dos caras de una misma moneda. Es obvio que si llevo toda la vida sentado en una silla de cuatro patas, mal voy a poder entender la visión del mundo de quien suele acomodarse encima de un tatami, pero pensar que para ello tengo que hacerme un igual, uno más, parte de un enfoque clasista, de superioridad moral, porque, por supuesto, la frase de marras siempre se usa para referirnos a personas en exclusión. A nadie se le ocurre soltarla si de lo que estamos hablando es de ir a cenar con un grupo de amigos a los que hace tiempo que no veo, de acudir a la celebración de una boda en el Ritz o de asistir en directo al partido de fútbol del equipo de mis amores.
Si no se enfocan las cosas con perspectiva es imposible ver el techo, y si no vemos el techo el cabezazo va a ser de órdago.
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