En todo ser humano suele existir una máxima -de capciosa utilidad y fervoroso aprovechamiento- que resumiríamos sin ambages al afirmar que las ideas propias nunca tienen necesidad de ser demostradas; sólo lo necesitan las de los demás. De este precepto atávico nace sin duda, con la potencia incontrolable de una catarata de cien metros de altura, la común celeridad del individuo a la hora de poner en entredicho la opinión de un semejante en medio de cualquier conversación. Tanto el grado de antagonismo con las opiniones personales como el nivel de conocimientos suelen ser directamente proporcionales a la probabilidad de comenzar el juicio moral.
En estos casos tan habituales, lo de menos suele ser que la posición expuesta en primera instancia, sea contraria o sólo distinta, implique tácita o explícitamente un perjuicio para la libertad u opción de vida del opositor; o incluso que dicha idea o práctica no sea perjudicial en sí misma, o que hasta pueda partir de algunos argumentos válidos, porque parece ser que lo que de verdad está en juego es tener la razón. En definitiva, podríamos concluir que demostrar al otro que está en un error conlleva la gracia inclusiva de convencerse a uno mismo de que su forma de entender la vida, las relaciones, el mundo es la única viable o, al menos, la mejor. ¡Qué bien!, ¿verdad? Puedo seguir con mi vida sin tener que replantearme nada de nada.
La cuestión se enreda bastante cuando es una amplia mayoría la que ostenta la verdad que otorgan determinados patrones socialmente asumidos y aceptados que tampoco necesitan ser demostrados pues, del mismo modo que un republicano en medio de una reunión de monárquicos comete blasfemia si se atreve a abrir la boca, una minoría siempre se encuentra en la coyuntura de que está en un error.
Por mi parte, en el día a día y en concretos puntos de inflexión, prefiero que se piense que no tengo argumentos antes que convertirme en inverso adalid de lo que nadie parece tener la obligación de demostrar en sentido contrario. Podría jurar que nunca he iniciado un debate sobre estilos de vida a fin de defender mis posturas como si los demás estuviesen en un craso error de irremediables proporciones. Sin embargo, en mis generosos años como vegetariano, consumidor de productos de comercio justo y/o de origen biológico, defensor de la resistencia pasiva y la no-violencia… no logro entender como es posible que aún no me haya dado cuenta, a pesar de tantos argumentos en contra de mis opciones vitales, de que lo único que soy es un memo.
¿Vegetariano?: “somos omnívoros de nacimiento”, “necesitamos comer de todo”, “igual de malo es consumir plantas, ¿acaso no son seres vivos y producen oxígeno?”, “si todos fuéramos vegetarianos se destruiría el ecosistema”, “¿y si estuvieras perdido en una isla tampoco ibas a comer carne?”, “a mí también me dan pena los animales, pero y las moscas, ¿no las matas? ¿O los microbios?”, “pues ese guiso se ha hecho con Avecrem”.
Sí ya, comercio justo: “¿justo? ¿para quién?”, “es que son mucho más caros”, “si no fuera por las empresas más grandes ¿de qué iban a vivir allí?”, “¿y por qué sabes que es verdad que le pagan lo que dicen?”, “envasan y manufacturan casi siempre en Europa, ¡menudo timo!”, “pues yo sé de una ONG que luego tiene aquí a sus trabajadores sin contrato; habría que ver”.
¿Productos ecológicos?: “pues una zanahoria que la traen de Italia con el transporte y demás no es ecológica, desde luego”, “deberían llamarse como mucho biológicos, si es que lo son”, “¿por qué sabes que las etiquetas y los sellos no son comprados? Con todo el dinero que tienen las grandes empresas”, “no hay estudios serios que demuestren que los OGM sin malos para la salud; Greenpeace y Ecologistas en Acción seguro que tienen sus intereses”.
No-violencia, ¿qué es eso?. “Sí, tú ve por ahí poniendo la otra mejilla”, “claro, es mucho más fácil evitar los conflictos y que te lo solucionen otros”, “hoy en día, tal y como son las guerras no tiene sentido ninguno ese planteamiento”, “nunca se ha conseguido nada usando sólo métodos pacíficos, fíjate Gandhi, que antes de palmarla nada más que luchas entre hindúes y musulmanes”, “si es que eres un hippie”, “y si alguien va a matar a tu familia delante tuya y tienes una pistola, ¿no la vas a usar?”.
La pregunta me surge obvia: ¿es peor no comer animales que ser omnívoro? ¿más dañino optar por las cooperativas de comercio justo o los productos bio que comprar en las tiendas de Inditex y H&M, o engullir conservantes y colorantes E nosécuántos? ¿acaso resulta más indigno preferir usar la desobediencia civil, el boicot antes que lanzarle piedras a tu oponente, partirle la cara o incendiar un banco?
Se puede dudar de las opciones de los demás, buscarles las vueltas, pero, ¿acaso no sería más justo poner cortapisas a las propias opciones, o es que no existen tales incoherencias? A ver si lo que me molesta de la decisión del otro es la decisión en sí, porque lo más triste sería no estar del todo convencido de cómo vivo y tener que justificarlo atacando sin cuartel ni autocrítica las posiciones ajenas.
Ya digo que, en realidad, no creo que importe mucho por norma general la exposición del otro, no vaya a ser que te vaya a hacer pensar.
Es cierto que a veces dejarse guiar es infinitamente más cómodo, por eso medran los grupos donde la rigidez prima, y evita conflictos, pero eso suele suceder cuando no hay posturas arraigadas dentro de uno, y no existe demasiada confrontación.
A resistir, desde luego.
Hace pensar. En esas ando, por esa razón también escribo sobre cómo somos inducidos. Me resulta curioso ver cómo van a decirte que estás confundido antes de terminar una exposición. Cada día, antes de acostarme trato de analizarme y en ocasiones veo cómo me he dejado influenciar ya que termina siendo más cómodo. Así que ahí comienza mi resistencia.