31 de diciembre de 1995. Hace justo ahora 20 años. Wroclaw, Polonia, encuentro europeo de Taizé. 15º bajo cero, salía a la calle con el pijama de franela debajo de la ropa y de los abrigos. Y ni así. Los perros, insensatos, refregándose el lomo en la nieve.
Como suele suceder en estos encuentros, una familia local nos acogió en su casa los tres días y medio de visita. Él, ya jubilado, era un gran aficionado a la pintura. Varios cuadros al óleo adornaban las paredes del salón de su casa. “Ya no puedo pintar. Los óleos y los lienzos son muy caros”. Acerté a entender con signos en una espantosa mezcla de polañol.
Yo, vegetariano ya por aquel entonces, pude evitar romper mis reglas autoimpuestas gracias a que nunca realizábamos las comidas en la casa excepto el desayuno.
Entonces llegó la noche de fin de año, claro. Regresamos a la casa con el tiempo justo de ducharnos y descansar un poco antes de ir a la Vigilia. Cuando nos abrieron la puerta y pasamos al salón, la hermosa mesa rectangular normalmente diáfana y ausente de todo estaba repleta de viandas y manjares de todo tipo, color y categoría. Verduras eran las menos, desde luego, rodeadas de lomo, unas enormes salchichas alemanas y algún que otro pescado.
Abrí los ojos con una desmesura que aún no he repetido en estos siguientes 20 años. El matrimonio aguardaba al lado de la mesa. Sonrientes, con las manos entrelazadas ofreciendo a sus invitados un banquete que no se podían permitir.
Huelga decir que no fuimos a la Vigilia, y que ya que lo lógico era “pecar” antes que ofender, lo hice sin remilgos, que nunca sabe uno cuando iba a repetirse la hazaña (no se ha repetido, todo sea dicho) y que el abuelo y yo echamos un par de partidas de ajedrez y casi nos perdemos las campanadas, que no las uvas, nada típicas fuera de nuestras fronteras. Empate.
Mirar al otro, ponerse en su piel. Eso es lo único que pido al 2016. O más bien al género humano que lo va a llenar con sus historias y con sus afanes.
Mirar al otro, y no hacerse el listo, ni cuando nos inventemos que sea preciso. Mirar al otro, ponerse en su piel aunque haya que romper votos que siempre estarán por debajo del amor y de la misericordia.
Obviar lo innecesario, lo superfluo, lo evitable.
No decir, por ejemplo, “es malo este vino” si tu anfitrión lo ha reservado para ti esa noche.
No rechazar la ayuda que te ofrecen con ternura por temor a sentirte -o saberte- débil.
No escupir la cultura o la ideología a la oreja de nadie, sobre todo si es fácil dejar en ridículo sus argumentos; hacerse mejor el ignorante o el mudo, porque casi nunca es imprescindible hacer lo contrario y la verdad casi nunca existe.
Mirar al otro, hacerse el último, el miserable. Para que sean ellos los que crezcan. O aún mejor, para crecer juntos, que es la única forma de no mirar ni por debajo ni por encima del hombro.
PAZ Y BIEN. Sed y haced felices. En el 2016. Y siempre.