«El último de los injustos» (2013)

Lanzmann tras recibir el Oso de Oro honorífico
en la Berlinale de 2013

     Podríamos hablar mucho, y muy bueno, de la vida del periodista y director de cine Claude Lanzmann. Narrar su firme presencia en las filas de la resistencia francesa durante la Segunda Guerra Mundial por la que recibió diversas condecoraciones, su activismo en diferentes revistas, o su categoría intelectual que lo llevó a codearse con personajes de la talla de Simone de Beauvoir (con la que mantuvo una relación de varios años) o Jean-Paul Sartre (que lo invitara a algún que otro evento literario). Podríamos hablar mucho, pero lo que es difícil -por no decir imposible- de explicar con simples o cultas palabras es su aportación al mundo del celuloide y del documental.

Lanzmann, de familia judía y ateo autoconfeso, estrenó en 1985, tras cerca de quince años de ardua realización e investigación, el monumental trabajo histórico de más de nueve horas sobre el holocausto judío llamado, precisamente, “Shoah” (exterminio, en hebreo). Esta vasta e inefable película documental, compuesta únicamente por testimonios directos de testigos, víctimas y hasta algún que otro verdugo perteneciente a las SS que desconocía que estaba siendo grabado mientras narraba las brutalidades cometidas en los campos de exterminio, no necesita la más mínima presentación o recomendación por parte de nadie y, en virtud de ello, la obra a la que vamos a hacer referencia, también obligada, es “El último de los injustos”, dirigida en 2013, pero estrenada más de un año y medio después, y cuyas imágenes fueron grabadas en aquellos lejanos años 70 del pasado siglo siendo excluidas del montaje definitivo de “Shoah” porque había demasiada tela que cortar y ni el propio Lanzmann tenía clara la oportunidad de exponerlo al público.

«El último de los injustos” recoge en un estilo similar al del filme del que procede -ausencia de imágenes de archivo, de música o de escenificaciones- el brutal y desencantado testimonio de Benjamin Murmelstein, el último presidente del Judenräte (Consejo Judío) del campo de concentración de Theresienstadt, y que es quien se denomina a sí mismo el último de los injustos. Los dos presidentes anteriores fueron ejecutados por los nazis sin excesivos remilgos tras dejar de serles de utilidad y el delito, para muchos imperdonable, de Murmelstein fue haber sobrevivido lo que le condujo a ser acusado hasta su muerte en 1989 de colaboracionismo con el III Reich, viviendo el resto de su vida exiliado en Italia, que es donde se graba la entrevista, sin poder regresar jamás a Israel ni siquiera para declarar como testigo de excepción en el juicio contra el teniente coronel Adolf Eichmann, máximo artífice de la solución final y de la creación de los Consejos judíos.

En “El último de los injustos” Lanzmann trata nuevamente el tema del Holocausto con una objetividad que duele hasta las vísceras e interroga hasta el alma. Contemplamos a un hombre herido, quizá demasiado inteligente para ser comprendido en su globalidad, en cuyas palabras y descripciones de los hechos que se vio conminado a vivir descubrimos lo terrible de tener que decidir en medio de situaciones límite, donde no existe el perdón postrero ni el acierto pleno se haga lo que se haga: ética de situación que llamaba el teólogo alemán Dietrich Bonhoeffer, uno de los ideólogos que planearan los atentados contra Adolf Hitler y que acabara siendo ahorcado en 1945.

Theresienstadt, un campo que el Gobierno alemán pretendió hacer pasar como modélico y en el que los nazis llegaron a rodar un documental propagandístico con actividades lúdicas, piscinas y comedores excepcionales, no se diferenciaba en mucho del resto de campos creados por el III Reich y tragedias y asesinatos masivos sucedían un día sí y otro también. Supuestamente, entre las funciones del Presidente del Consejo Judío estaba la de limpiar la cara ante la opinión pública y someterse de manera metódica y arbitraria a las decisiones impuestas por las autoridades germanas. Por eso y debido a las negativas radicales de los miembros de la comunidad judía a dicha prerrogativa o a su excesiva condescendencia, lo que impedía el objetivo principal que motivó su creación, ninguno de los presidentes nombrados a dedo solía sobrevivir más de un par de meses. Murmelstein, que también tenía la idea más que humana de querer mantenerse con vida, tuvo la idea, brillante o taimada según quien interrogue, de tratar de mejorar las condiciones del campo para los prisioneros judíos engañando a los alemanes como si siguiera siendo un conejillo de indias. Lo obvio, que ello suponía de manera irremediable colaborar en su sometimiento.

No se me da bien juzgar y tras contemplar a este tipo nada ingenuo tomar ese camino y conseguir -junto con el gobierno de Dinamarca de aquel entonces, todo sea dicho, que nunca se desentendió de sus ciudadanos judíos- que el índice de mortalidad en el campo bajara a niveles ínfimos, aún me atrevo menos. “No critiques a tu hermano hasta que no hayas caminado dos lunas en sus mocasines”, reza un proverbio indio. Me aferro a él como a un clavo ardiendo y que no hayamos de vernos nunca en tamaña tesitura, que a toro pasado somos todos la mar de valientes.

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