Existe una mentira repetida hasta la saciedad, que suele ser común a los espíritus débiles de carácter y que les sirve de fundamento raíz a una verdad también habitual en ellos. La verdad consiste en que si hay alguna cosa que el ser humano sabe hacer como por instinto, de igual modo que un gato de apenas días busca la tierra donde orinar, es justificar cualquiera de sus barrabasadas, aunque ello suponga de manera más que evidente echar la culpa al chivo expiatorio de turno. La mentira que ayuda a vivir dentro de esa verdad absoluta y sin término es que si al menos no eres capaz de hacer el bien confórmate con no portarte el mal, como si ambas proposiciones no fueran por sí mismas excluyentes en una infinita gama de situaciones comunes. Quien cree que puede mantenerse al margen ante una injusticia es porque mira con idéntico rasero a la víctima y al verdugo.
El caso es que Carmen vive en esa edad intermedia en la que, incluso si no contara con numerosos problemas de salud, el individuo no sirve ni para ser explotado con un contrato en prácticas ni para merecer el privilegio de pensar que se goza de la fortaleza suficiente para plantarle cara a quienes no cumplieron aún los cuarenta. No obstante y para su infortunio, hace ya demasiado tiempo que no ha de consumir excesivas energías en elaborar currículos y llamar de puerta en puerta buscando cualquier empleo miserable, pues el reuma anquilosante que le afecta generosamente a la espalda, la artrosis rabiosa que le ha deformado las manos hasta convertirlas en muñones casi deformes y los miomas que no cejan en su empeño de reproducirse en el útero la han condenado a vivir de la beneficencia o de esas elogiosas ayudas públicas que siempre llegan tarde y mal. Carmen comparte casa con su pareja, también vinculada sin orgullo a esa edad crítica condenada al vituperio de la exclusión laboral y -por tanto.- social, y entre ambos suman la cordial cantidad de cero euros al mes, lo que les lleva a lucir un palmito donde lo único cada vez más notoriamente evidente de su anatomía es la prominencia de sus orejas y de su nariz como suele suceder en quien está a punto de convertirse en cadáver.
Entre sus muchas faltas de difícil perdón se encuentra la desfachatez de tener una deuda acumulada en un ultramarino -porque es una tienda de las de antes- por valor de unos quinientos euros, pues tanto Carmen como su pareja han tomado la mala costumbre de querer comer a diario a pesar de no contar con ningún ingreso que les facilite tan acuciante empresa. La tendera es una persona generosa, se ha de suponer, que habrá llegado al límite de sus posibilidades reales o ficticias cuando se negó, rotunda y firme, a seguir ampliando la cuenta de débito. El mismo día en el que asomó su rostro de piel despegada e incipiente nariz por la oficina decidimos con determinación y un poco de necesaria inconsciencia quedar con ella esa misma semana y concederle una ayuda de trescientos euros para pagar parte de la deuda contraída y, según juicio de la propia beneficiaria final de los billetes, poder mantener durante algún tiempo la manga ancha en lo concerniente a seguir suministrando productos de primera y vaporosa necesidad.
Volví a verlos por la calle, paseando a un perro tan famélico como ellos, poco más de una semana después. La deflagración fue simple y de fácil aunque indigerible combustión: habían entregado en la tienda los trescientos euros del ala -como si no les hiciera falta quedarse con algo de rescaldo para las vacas flacas de habitual pasto en sus prados-, pero les exigieron ponerse al día y no le fiaban más.
Puestos a suponer, al igual que antes hacíamos, supongamos entonces que la tendera sigue siendo, o al menos ella así debe creerlo, una persona de elata generosidad, pues quien tuvo retuvo, y que en su mente brilla, ausente de ceguedad y como una estrella de inaccesible fulgor, la idea febril de que está exigiendo lo justo sin hacer mal a nadie, porque el daño y aun el dolo jamás ha de existir por el mero hecho de no buscar el bien común. Mas sin ánimo abrupto me vienen a la mente, a imagen de un clarividente flash fotográfico, las palabras del inmortal Hugo: “las faltas de las mujeres, de los hijos, de los criados, de los débiles, de los pobres y de los ignorantes, son las faltas de los maridos, de los padres, de los amos, de los fuertes, de los ricos y de los sabios. […] Si un alma sumida en las tinieblas comete un pecado, el culpado no es en realidad el que peca, sino el que no disipa las tinieblas”.*
* “Los Miserables”, Víctor Hugo.
Pues a disipar las tinieblas, Mercedes, que a ellos les cuesta más. No lo harán ni los ricos, porque no quieren, ni los pobres porque no pueden. Quedamos nosotros, como innoble clase media.
Joder tío, me dejas un cuerpo con tus historias…Eso sí, las reflexiones son pura verdad. Un beso y que sigas manteniendo siempre ese alma de denuncia social.
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