La propia Lispector lo explica perfectamente en uno de los cuentos con tan sólo una frase: “mi juego es claro: digo en seguida lo que tengo que decir sin literatura. Esta relación es la antiliteratura de la cosa”. Esta idea resume la manera peculiar de entender el arte de escribir que mueve a la narradora brasileña nacida en Ucrania a principios del pasado siglo y cuyo estilo ella misma define como no-estilo. En el relato del que extrajimos el anterior texto puede también solidificarse el concepto: “escribir es. Pero el estilo no es”.
Decir que leer a Clarice Lispector es una experiencia diferente sería quedarse muy corto. Por momentos se convierte en una sensación inigualable. La prosa de la escritora es pura sensación y sensibilidad, una explosión de los sentidos que, partiendo de los detalles cotidianos más burdos o insignificantes (una borrachera, un viaje en bus, un cumpleaños, un aburrido día casero, la muerte de un perro…) y prescindiendo de cualquier preconcepto y lógica literaria tanto en narración como en la propia trama, desbroza el alma humana y su manera de percibir la realidad con una hondura y firmeza como pocas veces he logrado ver en otros autores.
Pero no nos llevemos a engaño deseando observar en estos torpes retazos una fácil delectación y digestión de los cuentos de Lispector porque la necesaria concentración a la que queda sometido el lector para no perder comba en su lectura es exactamente la misma que hace falta para escuchar desde el corazón y desde la atención más profusa la pena y el sufrir de alguien a quien amamos. Si te despistas, acabaste, pues pocas cosas hay más confusas y dispersas como seguir el discurso mental del otro. En una época en la que el vanguardismo y la experimentación habían llegado a cotas inusuales en literatura con Joyce, Faulkner o Beckett, la escritora brasileña, con una libertad creativa espeluznante e innovadora, reformula cualquier forma de modernismo y a partir de un uso exquisito -y casi de subespecie- del que fuera habitual fluir del pensamiento y monólogo interior, interpela al lector sin juicio ni manipulación, tan sólo desde el envío del concepto y de la sensación, tanto en aquellos más numerosos narrados en primera persona como en aquellos otros en los que la autora opta por presentarse como externo narrador omnisciente.
La coherencia de estilo de Clarice Lispector desde el primer hasta el último relato es apabullante, a pesar de que el experimentalismo sea bastante más marcado en la colección de cuentos titulada “¿Dónde estuviste anoche?”, y su originalidad y forma seca de narrar las verdades vitales desarma; para comprobarlo sólo bastaría leer el cáustico relato “Una amistad sincera” o las múltiples visiones que pueden desprenderse de un mismo hecho, como si de unos ojos de insecto se tratara, en la “La quinta historia”.
Y la belleza, tal vez por la sensibilidad extática y la espontánea emotividad que transmiten cada uno de los relatos, no resulta sencillo explicarla con palabras. En la colección llamada “Silencio” algunos de los cuentos son pura prosa poética de la que me es imposible no compartir algunos versos, aunque no lo sean:
“Es hacia mí a dónde voy. Y de mí salgo para ver. ¿Ver qué? Ver lo que existe. Después de muerta es hacia la realidad adonde voy. Mientras tanto, lo que hay es un sueño. Sueño fatídico. Pero después, después de todo es real. Y el alma libre busca un canto para acomodarse. Soy un yo que anuncia. No sé de qué estoy hablando. Estoy hablando de nada. Yo soy nada. Después de muerta me agrandaré y me esparciré, y alguien me dirá con amor mi nombre. Es hacia mi pobre nombre adonde voy. Y de allá vuelvo para llamar al nombre del ser amado y de los hijos. Ellos me responderán. Al fin tendré una respuesta. ¿Qué respuesta? La del amor”.
“Todo sonido terminará en el silencio, pero el silencio no muere jamás”, nos recordaba Silverberg en el fascinante y retorcido buceo introspectivo que supone su novela “Muero por dentro”. Después del silencio queda Lispector.