Según el estudio recientemente elaborado por el medio Newtral, dentro de las cinco asignaturas de 2ª de Bachillerato en las que figuran nombres y apellidos de autores o autoras y que se deben de estudiar para la EBAU (la nueva prueba de acceso a la Universidad), menos de un 5% corresponden a mujeres. Realmente, de las cinco asignaturas, solo aparecen mujeres en una: Fundamentos del Arte II, mientras en el resto el porcentaje es cero patatero: Historia de la filosofía, Historia del Arte, Historia de España y Cultura Audiovisual. De 419 personas, solo 20 son féminas. Podríamos ponernos a debatir sobre las cuestiones esas en las que entran quienes opinan que eso se debe simplemente a la importancia de los personajes históricos o entran a evaluar, con escasa capacidad de análisis o cuáles podrían ser los motivos, que es que siempre ha habido menos mujeres en todos los campos. En realidad, que determinadas mujeres no sean ni nombradas en esas asignaturas se debe a la ignorancia y la falta de rigor, que debería de ser peor para las personas, supuestas elabora los currículos de Bachillerato al ser mero hecho objetivo, que la acusación –cierta también en el trasfondo de la cuestión– , del filtro machista y patriarcal por el que estudiaron, estudian y hacen estudiar con dicho sesgo. Con dos ejemplos a lo mejor me hago entender mejor: Alice Guy fue pionera en el cine, de hecho se convirtió en la primera persona en realizar una película de ficción y que pudo vivir del cine; a día de hoy, prácticamente sigue sin aparecer en los libros de historia del séptimo arte, como tampoco lo hace en el temario de Cultura Audiovisual II de 2ª de Bachillerato. Lo mismo podemos decir de Susan Kare, una de las más importantes diseñadoras gráficas de empresas como Apple o Microsoft e iniciadora del Pixel Art, fundamental en redes sociales y publicidad; tampoco aparece, claro.
¿Y a qué viene esta introducción sobre un ensayo biográfico de escritoras proscritas que vivieron en el siglo XIX y principios del XX? Porque podría ser que caigamos en la tentación de pensar que estas cosas, a Dios gracias, ya no pasan, que qué penita lo mal que lo pasaron Mary Shelley, Emile Brontë, George Elliot, Olive Schreiner y Virginia Woolf –entre otras muchas– por la época en la que les tocó vivir. Solo existe un aspecto claro en el que se ha avanzado, y no quizá porque no se sienta esa discriminación, sino, más bien por el cambio de mentalidad de las propias mujeres: todas las autoras que aparecen en el ensayo excepto Virginia Woolf se vieron impelidas a publicar sus novelas de manera anónima o bajo seudónimo masculino para que vieran la luz. Sí, tanto Frankenstein como Cumbres Borrascosas se editaron por primera vez bajo autor desconocido y el público dio por hecho que habían sido escritas por varones. De hecho, cuando varios años después se dio a conocer a las escritoras fueron criticadas duramente porque lo que se exponía, y cómo se exponía, no estaba bien visto en una dama. Tanto Mary Ann Evan como Olive Schreiner lo hicieron bajo seudónimo: la primera de por vida con el nombre de George Eliot; la segunda, en su primera novela, Historia de una granja africana, con el de Ralph Iron. El caso de Virginia Woolf es totalmente distinto, tanto por el círculo de amistades como porque ella y su marido Leonard fundaron una editorial propia en 1917, Hogarth Press, donde publicó toda se obra a excepción de su primera novela: Fin de viaje (1915), que lo hizo un la de su hermano paterno Gerald Duckworth.
Decir que las biografías de estas autoras son terribles es quedarse muy corto, igual que comentar la falta de oportunidades y discriminación que sufrieron por ser mujeres y querer dedicarse a escribir, tarea propia de varones como todo el mundo sabe. En su ensayo Una habitación propia, Virginia Woolf escribe una de las frases que la haría reconocida en los movimientos feministas: «una mujer debe de tener 500 libras al año y una habitación propia para poder escribir novelas». Huelga decir que pocas mujeres podían disponer ni de la mitad de la frase, pero el caso triste es que podemos decir lo mismo de ahora con matices, esos que también se muestran a lo largo del ensayo: aunque tengas pasta y un cuarto propio, la sociedad no perdona aun a una mujer que se dedique a escribir o a sus «hobbies» cuando ello significa desatender sus «supuestas» obligaciones familiares por rol de género, algo que no sucede en ningún caso con un escritor, que puede dedicar ocho o diez horas diarias al sacrosanto oficio de la novela o el ensayo, encerrado en su cuarto sin prestar atención a la familia. Bastante tiene con llevar el dinero a casa, claro.
Alice Munro puede considerarse autora del cuarto de planchar, que es donde se metía a escribir en lo poco que duraban las siestas de sus hijos; las hijas de Shirley Jackson recuerdan a su madre dejando notas pegadas en todas las partes de la casa para no olvidar las ideas de sus relatos cuando pudiera sacar tiempo para escribirlos… Ambas, en futuras entrevistas, reconocían hasta sentirse culpables por no pensar en su familia en los pocos momentos que podían dedicar a la escritura. ¡Qué triste! Lo previno Pardo Bazán: «la educación de la mujer no puede llamarse tal educación, sino doma, pues se propone por fin la obediencia, la pasividad y la sumisión».
Las cinco escritoras a las que se dedica este ensayo biográfico cambiaron el mundo, quizá demasiado poco, y abrieron camino a futuras mujeres, futuras escritoras, esas que siguen teniendo menos caché que sus compañeros varones aunque vendan lo mismo y aun sigan relegadas a un segundo plano en casi todos los premios nacionales.
«Alguien se acordará de nosotras en el futuro», dijo Safo de Lesbos, filósofa y poeta del siglo VII antes de Cristo. Si hubiera visto ese futuro tan lejos…