Si existe algo que me defina en el plano de los odios y de las fobias es mi firme creencia en que las cofradías, las hermandades y las mastodónticas procesiones semanasanteras suelen andar bastante más cerca del Diablo que de Dios; y el menda lerenda viviendo en Córdoba: «no quieres caldo, pues toma dos tazas». De hecho, me pasé más de ocho años en un piso situado a cien metros de la Carrera Oficial; desde el lunes al viernes santo, para que algún buen cristiano me permitiera atravesar la calle y llegar al portal sin recibir una tanda de insultos, casi tenía que llamar a la Benemérita. He de reconocer que la mayor molestia, a nivel particular, ni siquiera consistía en que tardara en llegar a mi domicilio más que un caracol en subir al K2, sino en que cualquier insensato pensara que mi pretensión era colarme y ponerme en primera línea de playa para apreciar a la Virgen Santísima y a su cohorte de encapuchados tipo KKK en todos sus misterios dolorosos con mayor enjundia. De haberlo sabido entonces, hasta me hubiera cortado el brazo izquierdo (tampoco hay que exagerar, que soy diestro) por quedarme en aquel estatus de morretas de primera fila con tal de no tener que pasar por el sofoco y la degradación del viernes pasado.
Me hallaba yo esa tarde bien feliz y dispuesto en el salón de mi casa realizando una tabla de ejercicios de mantenimiento (que tiene uno ya esa edad en la que el cuerpo, ingrato él, tiende a ponerse fondón) cuando recibí al móvil una llamada de una urgencia tan abrumadora como predecible. Apenas cinco minutos llevaba desanquilosando los músculos. Descacharrante. No es de extrañar que mi límite de resistencia no sobrepase el recorrido en bicicleta que va desde mi piso al curro y viceversa. Resoplé lo justo, que podía haber sido más dada la situación, miré a los gatos, los dejé en el salón para que Igor tuviera la exclusiva oportunidad de morder los cables del ordenador durante mi ausencia y, descolgando del perchero de detrás de la puerta del dormitorio la primera sudadera que pillé, me la ensarté y salí a la calle.
Como no dediqué demasiado tiempo a aquella urgencia y el destino me había agraciado con la sacrificada obligación de tener que salir a la calle me encaminé a la tienda de mascotas de la zona para comprar la arena de sílice de mis encantadores mininos, que lo mismo se estaban dando un atracón de cables en el salón del piso. Nada más atravesar la puerta del negocio advertí que, maldita prisa, no tenía dinero, aunque sí plástico, lo que hoy día viene a ser más efectivo excepto en muchos comercios de barrio.
–¿Puedo pagar con tarjeta? –le pregunté al chico de detrás del mostrador.
–Por supuesto, y mucho más un cofrade –respondió hilarante con una sonrisa de oreja a oreja.
Aún no sé cómo no se cayeron los ojos de las cuencas. ¿Cofrade? Sería como llamar rojo a Vargas Llosa. Me debió ver la cara, que interpretó como de sorpresa y, de manera inconsciente, dirigió la mirada a mi pecho. La sudadera granate, con el escudito de rigor en la parte superior izquierda estampado junto con las letras LAS PENAS DE SANTIAGO. Así, en mayúsculas, para que se vieran bien.
–¡Ah.. um, eh, gr… ! –exclamé repleto de oscurantismo–. En realidad no soy mucho de cofradías –continué, rebajando generosamente al nivel del betún mis viscerales sentimientos ante la visión de cualquier palio–; me regalaron la sudadera porque trabajaba al lado de la parroquia de Santiago y en una excursión al Rocío con personas con discapacidad, a la que fuimos con la Hermandad, nos dieron una a cada uno.
Me faltó recitar de carrerilla el credo Constantinopolitano, como si al dependiente le importara una mierda por qué me encontraba embutido dentro de dicha prenda. Excusatio non petita, accusatio manifesta. Y, claro, la excusa fue peor.
–Bueno, pero entonces al menos te gusta el Rocío, sí señor –redondeó el dependiente mientras llenaba de pienso una bolsita de esas de plástico que no se deben vender.
¿Y qué cojones le dices? Yo, que la última vez que fui al Rocío me pasé todo el rato de espaldas al Santuario en señal de protesta contemplando los flamencos rosados de las marismas.
Y con esta te ríes, porque no se trataba de haberle hecho un traje a nadie, pero ¿y la de veces que prejuzgamos, discriminamos o damos por supuestas infinidad de verdades porque resultan evidentes? De las personas excluidas, de las inmigrantes, de las mujeres… de los cofrades. O eso fue lo que pensé. Tan evidente como mi jodida sudadera de las Penas de Santiago. Hay que joderse.
Los tiempos feos ya llegaron; si es que alguna vez se fueron 🙁 .
Normal en esta época de búsqueda identitaria, que implica la negación o eliminación del vecino. Buscaba una banderita, marca de ganado para sentirse seguro o rechazar. Perdónale porque no sabe lo que hace.
Se avecinan tiempos feos.