Hay personas que se han dedicado a hacer un poco de todo y, después, se ponen a escribir. Hay seres que tocan una vez la flauta de manera milagrosa y, después, abandonan, vete tú a saber a cuento de qué, cualquier instrumento. Hay gente como Sam Savage, cangrejero, reparador de bicis y de muebles antes que escritor, que falleció hace apenas un mes sin que se enterase casi nadie y a quien, ya jubilado y retirado en Wisconsin, le dio por escribir la tierna y entrañable novela Firmin, la historia de una rata de biblioteca. Literalmente, no es una comparación.
Dicen que Firmin es un homenaje a la literatura, y difícil sería negarlo, pero, como pura evidencia, nos transmite un hermoso canto a los espíritus libres, sean o no «devoradores» de libros, que creen y luchan por eso que creen, aunque nadie más lo haga o les conduzca tal intento al absurdo y a la casi desesperanza: podemos ver en Firmin el reflejo de un incauto, un ridículo personaje que cree ser lo que en realidad no es, o revestirlo de verdad, como es mi caso, y contemplarlo gozoso como aquel que es lo que desea ser, aunque nadie se lo crea. E incluso más que eso, como una firme defensa y una gran alegoría del extranjero, del incomprendido, del peregrino… con esa maravillosa referencia al Mayflower que transporta su esperanza, su pasado.
Y su párrafo final es excelso, un texto que puede leerse fuera de cualquier contexto, en cualquier entrada de Internet, pues habla de lo que uno hace suyo y sabe que lo mejor es obviarlo para tirar para adelante.
Arranqué un trozo del final del libro y lo plegué varias veces, hasta convertirlo en una especie de rollo. Me hice una pequeña cama en el confeti y, sujetando el rollo con las patas delanteras, leí lo escrito en la parte de arriba, y las palabras me resonaron en los oídos como clarines: «¡Oh cuelga! ¡Cuelga oh! Y el estruendo de nuestros gritos hasta liberarnos en un salto.» Me di la vuelta en el nido. Desenvolví el rollo para convertirlo de nuevo en un trozo de página, de página de un libro, del libro de un hombre. Totalmente desplegado, lo leí: «Pero los estoy perdiendo aquí y todo lo desprecio. Sola y loca en mi soledad. Por todas las culpas de ellos. Estoy desvaneciéndome. ¡Oh amargo final! Nunca lo verán. Ni lo sabrán. Ni me echarán de menos. Y es vejez y vejez es triste y es vejez es triste y es cansancio.» Miraba estas palabras y no bailaban ni se emborronaban. Las ratas no tienen lágrimas. Seco y frío era el mundo, y bellas las palabras. Palabras de partida y adiós, de adiós y hasta la vista, del pequeño y del Grande. Plegué de nuevo aquel pasaje, y me lo comí.
Te echarán de menos, Firmin, como yo lo hago, y no importa que las ratas no lloren, ya me emociono yo por ti, por esa ternura que me inspiras, de menos crueldad que Maus -al que me recuerdas-, de más compasión que Ratatouille -que en ti se inspira-.
Puedes descargar la novela completa en castellano en el siguiente enlace: