«Ellos se ríen de mí por ser diferente, yo me río de todos por ser iguales» (Kurt Cobain)
Andrea tendrá unos 10 añitos; pelo largo, nariz achatada y unas gafas de esas de varias dioptrías que hacen que tus ojos parezcan los de los gemelos Scooter y Skeeter. Ayer noche comenzó a mover las caderas a mi lado, en medio de los bancos de la nave central del templo, mientras su tita esperaba recibir el sacramento de la confirmación. Le toqué el codo, con dos dedos, me miró y me abrazó las caderas; más alto no llegaba. Andrea tiene retraso mental y lo normal es que, los niños y niñas de su clase o de catequesis, no quieran jugar con ella o incluso le hagan burla.
No es nada extraordinario lo de echar unas risas o sacarle punta a aquello que se sale de lo que una sociedad, un tanto anormal, considera normal. Pero la culpa no es de los tiernos infantes: Children see, children do, rezaba el lema de un conocido vídeo sobre educación e influencia positiva. Se me viene el ejemplo de la frase que largó una madre hace cuatro días mal contados en uno de los patios del barrio.
–Que te he dicho mil veces que no insultes a la gente, so imbécil.
Claro; y seguro que también hemos oído en más de una ocasión aquello de:
–¡¡QUE NO CHILLES, HOSTIAS!!
Nenes y nenas escuchan desde que son unos micos cómo las personas adultas hacen chanzas de los gordos, de los calvos, de los maricas, de los negros, de los gitanos… Durante los años que he acompañado a personas con algún tipo de discapacidad incluso he oído soltar repetidamente a numerosos seres humanos repletos de bondad:
–¡Ay, pobrecita!
Reírse o proponer el sarcasmo como respuesta a lo que no se entiende; o resumiendo con menos coba: recurrir a la estupidez cuando me puede la ignorancia. Porque la estupidez es un mero recurso, no una consecuencia directa de la ignorancia; se puede ser ignorante sin ser gilipollas, aunque la estupidez suela ser la respuesta más común, por ser la más cómoda, la más fácil, la que implica menos proceso de nada.
Ahora llegaría el momento de hacer un poco de memoria sociológica, psicológica y/o antropológica, y echar mano de aquellas teorías que sirven lo mismo pa’ un roto que pa’ un descosío y a las cuales ya hemos hecho referencia alguna que otra vez: culpar a la víctima, el chivo expiatorio, miedo a la diferencia… pero todo parece coincidir en un punto de inflexión: no entendemos a la víctima, no entendemos al chivo expiatorio, no entendemos al diferente. Y no lo entendemos no por que seamos tonticos, sino porque cada detalle que se sale del «orden social» y nos supone un esfuerzo mental o de relación empieza a cortocircuitarnos, y si en lugar de tener que pensar acerca de ello, que es un hecho absolutamente terrible y sumamente costoso, podemos usarlo como apoyo para reconocernos parte integrante de una embustera normalidad, ¿quién puede resistirse? Todos necesitamos ser víctimas en mayor o menor medida del síndrome de Solomon.
Muchas personas en fase avanzada de Alzheimer babean y llega un momento en el que se te quedan mirando fijamente, balanceándose y sin saber qué decirte; ante ello, muchos padres y madres ponen cara de asco (no digo yo que queriendo, sino urgidos por una especie de impulso mandado al cerebro), delante de sus retoños de días, meses o años, y ni se les pasa por la cabeza acercarse, ponerle el bebé en brazos o simplemente sonreír con total naturalidad. Obviamente, lo que le estamos transmitiendo es miedo, inseguridad, asco e indiferencia hacia un determinado colectivo de personas mayores. Lo mismo si los recluimos, tipo príncipe Siddharta Gautama, en un palacio de cristal donde no hay dolor ni sufrimiento ni diferencia: sin sillas de ruedas, sin cadáveres, sin enfermedad, sin pobres… invitándoles a una normalidad que cada vez me da más náuseas. Vera es la hija de dos años de una compañera (y sin embargo amiga, que diría ella); desde que su madre se incorporó de la baja por maternidad decidimos para bien de todos que pasaran juntas su jornada laboral. Después de un año, cuando Vera regresa a la residencia comienza a sentirse como en casa cuando ve a Asunción, una mujer con demencia, ciega y que se pasa casi toda la mañana llamando a su hija Elisa para que la ponga al váter, o a Conchita, también con demencia y con una dentadura que parece el cráter de un volcán. Uno de los juegos preferidos de Vera es montarse en un andador y que se la pasee por los pasillos; y una mañana, cuando fue con su abuela a una ortopedia y se encontraron con dos monjas, una jovencita y otra muy anciana, Vera fue corriendo a abrazar a la mayor, quien con cara de asombro y una sonrisa nada difusa comentó que jamás una niña pequeña la había preferido a ella antes que a la otra hermana.
Acostumbrar a pensar, no como un lastre, sino como necesidad, en lugar de a proteger la posición. Y lo más fácil sería que esa puñetera posición, ya estuviera perdida desde siempre.
Muy acertada tu reflexión.