La sencillez, como el amor, no se puede fingir. Claro está que se intenta, a veces con una suerte brillante en los primeros envites, pero el revolcón en el fango y el castigo ejemplar a los que se condena al impostor casi de súbito hace renegar al más plantado de cualquier posible dicha anterior. En eso radica la mayor cruz y la mayor gloria de la sencillez, en su curiosa dificultad. Exagerarla es caer a plomo en la vulgaridad y en la simpleza, porque o se tiene o no se tiene. Como el amor, decíamos.
Chéjov es un virtuoso de la sencillez, un humilde servidor del amor común, de los sentimientos más humanos y anodinos… de esa mediocridad estúpida que a veces somos, pero que en su superación nos convierte en mejores y más diestros actores subidas a la escena de la vida. Por más que no nos demos ni cuenta, como bien nos hace ver el escritor y dramaturgo ruso negándose en sus relatos, casi radicalmente, a endosarnos un final cerrado, un digno epílogo de por ahí van los tiros. Nada de nada. Se podría incluso afirmar que el naturalismo puro de Chéjov es la contraparte perfecta al discurso moral de los autores rusos de su generación, como Dostoievski, y especialmente a las digresiones filosóficas y antropológicas de Tolstói. El conocido relato corto ‘La dama del perrito’ sin ir más lejos se nos presenta como un canto, triste y melancólico, al amor libre exento de convencionalismos sociales y a cuyos protagonistas, al igual que en el resto de su obra, no les reserva ningún tipo de juicio moral ni ético.
Esta misma ausencia de moralismo y de prejuicios está presente en todos y cada uno de los cuentos que componen esta antología imprescindible: en las dos perspectivas, contrapuestas y condenadas a no entenderse, que surgen entre terratenientes y campesinos dentro del terrible cuento “En el campo”; en el estilo de vida y comportamiento de Orlov en el episodio “Relato de un desconocido” (el más largo y menos logrado como conjunto); en las relaciones quebradizas, fatuas o dependientes de “Una pequeñez”, “Enemigos”, “Dushechka”… incluso en la pobreza y la miseria descritas sin perder detalle en “Muzhiks” o la utilidad ridícula y desastrosa necesidad de un alterego cultural del doctor del excelente “Pabellón nº 6” se perciben de una manera muy distinta, muy despojada de artificios.
Un polo opuesto al estilo abstracto y abstruso de Borges o Carpentier y una delicia de sencillez que sin embargo ni se acerca vagamente a la vacuidad, aunque pueda correrse el riesgo inverso de que, en su agilidad y despojo de lo superfluo, el bosque no deje ver los árboles. Este estilo tan diestro de mostrar simplemente lo que es renunciando a juicios externos, y que tanto me recuerda a Virginia Woolf (ésta menos ágil de lectura, sin duda, mas no por ello peor) y de manera mucho más influyente a Anne Porter en su devanar los más nimios asuntos hasta convertirlos casi en milagros de la vida, encuentra su forma de expresión en el propio sentir y pensar de los personajes. Sin llegar al extremo remarcado por los que saben de esto que consideran a Chéjov el precursor del monólogo interior tan característico de Joyce o Faulkner -me parece algo excesivo, honestamente- no hay duda de que las historias narradas por el escritor ruso perderían parte de su explosividad, naturalidad y lirismo sin ese sentir y pensar interno. Ejemplo apabullante es “Kashtanka”, una historia curiosa y entrañable narrada desde la perspectiva de un perro.
No puedo obviar en este trasiego literario a Ibsen y Hauptmann, también contemporáneos de Chéjov y enmarcados en el movimiento naturalista a pesar de la especial simbiosis e influencia del primero en la evolución de los géneros en el teatro moderno. Aunque según mi humilde opinión ambos son mejores dramaturgos (iba a decir que poco he leído de Chéjov, pero habida cuenta de que cuatro son sus obras teatrales más conocidas ya tengo ventilado el 50% de su producción) tan sólo él puede arrogarse el nada humilde privilegio de que, gracias a su radical forma de describir a los personajes lejos de toda impostación, hubiera de concretarse una forma nueva de interpretar, dada a conocer magistralmente en pantalla grande por Marlon Brando en el profundo drama “Hombres”: nos referimos evidentemente al método Stanislavski, creado por este director de teatro ruso para poder plasmar en toda su amplitud el estilo despojado y sencillo tan característico de su coetáneo, del que representó en escena sus cuatro obras. Su influencia está fuera de toda duda a pesar del relativo éxito cosechado en vida. El filósofo, teólogo y escritor español Raimon Panikkar publicó allá por los inicios de la década de los 90 un ensayo, profundo y lógico, bajo el título “Elogio de la sencillez” sobre los prodigios de tan noble virtud. Te elogio, Chéjov, cual monje de excelsa simplicidad. Amén.
Dejo un fragmento de uno de los relatos más famosos contenidos en esta magnifica edición de la obra de Chéjov, «El pabellón número 6»:
«Usted no conoce la realidad en absoluto y no sufrió nunca. Lo único que ha hecho ha sido alimentarse como una sanguijuela junto a los sufrimientos ajenos; yo, en cambio, he sufrido desde el día en que nací hasta hoy. Por eso le digo abiertamente que me considero superior a usted y más competente en todos los sentidos. No es usted quién para darme lecciones.»