Como novelista debe de dar bastante coraje que te conozcan por la película, buenísima, que escribieron otros de alguna de tus obras. De lo peor: “¡ah, ¿pero está basada en un libro? Pues seguro que no es mejor que la peli”.
James Ellroy, del que tenemos la suerte de que siga vivo mientras escribo estas líneas, nació en Los Ángeles en 1948. Su infancia transcurrió en la época ideal para que algún o algunos desalmados asesinaran a su madre mientras iba a la ciudad, dejándolos, a ella tirada en mitad de un descampado, y a él huérfano por partida doble. Nunca se llegó a descubrir a las personas responsables del crimen. Como es de suponer, tamaña experiencia, terrible y dramática donde las halla, marcó las preocupaciones vitales de Ellroy que se reflejan conspicuamente a lo largo de su obra: corrupción, violencia, desesperanza y nihilismo. Con estos adjetivos sobra decir cuál fue el género que le ayudó a espantar -o al menos asustar un poco- a sus fantasmas: novela noir, hard-boiled o como queramos llamarle.
Y bueno, sí, la novela L.A. Confidencial es mejor que la película de Curtis Hanson (para los incorregibles diremos que, al menos, es igual). Aunque sea porque es anterior, aún más compleja y ácida y porque, como el porcentaje de lectores es infinitamente menor que el de cinéfilos, Ellroy no tuvo que pensar si aquel párrafo o aquella escena tan explícita iban a censurárselos o resultaría desagradable para el público.
Tal vez por esa visceral necesidad de expresarse, el estilo de Ellroy es directo, seco, tan consumadamente minimalista que en ocasiones roza lo esquemático. Radicalmente distinto a Chadler, a Hammett, a Ambler, a todo lo que había leído en literatura de género. Ni descripciones góticas del ambiente, ni de los rasgos físicos ni de sus prendas de vestir. Ni siquiera ese recurso, habitual en novela negra, de la primera persona del singular que facilite al lector entender cómo percibe cada situación el protagonista. Nada superfluo, nada que sobre. Y esa particular manera de escribir: concisa, a base de golpes que convierten cada escena en un monumento a la incertidumbre, no impide que L.A. Confidencial sea, sobre todo, una magnífica novela de personajes, donde todos y cada uno de ellos, desde los que sostienen el peso de la trama hasta los secundarios conforman una historia poliédrica en la que nadie está a salvo de convertirse en aquello que detesta.
Y una última sugerencia para aquellos posibles lectores con memoria de pez (como suele ser el caso del que suscribe): la miríada de nombres y apellidos a lo largo y ancho de la historia favorece el acompañamiento de su lectura con una libretita subsidiaria.
Pasen y lean. Otra magnífica novela relegada injustamente al ostracismo por su hija cinematográfica, y eso que, en este caso, la película también es muy buena.
Podéis descargar la novela íntegra aquí, pero mejor usa las bibliotecas públicas.
Y para terminar un fragmento en el que puede verse con nitidez supina el estilo esquemático y machacante de Ellroy.
«Botellas: whisky, gin, brandy. Letreros centelleantes: Schlitz, Pabst Blue Ribbon. Marineros bebiendo cerveza fría, gentes felices aturdiéndose con bebida. El apartamento de Hudgens estaba a una calle. El alcohol le daría agallas. Lo sabía antes de seguir a Bud White. Ahora tenía mil razones más.
—Última ronda —gritó el barman. Jack terminó la soda, se apretó el vaso contra el cuello. Recordó el día. De nuevo.
Millard dice que Duke Cathcart estaba involucrado en un negocio para vender material porno.
Bud White visita a Lynn Bracken, una de las prostitutas semejantes a estrellas de cine. Se queda dentro dos horas; la prostituta lo acompaña al salir. Jack sigue a White a su casa, empieza a atar cabos: White conoce a Bracken, ella conoce a Pierce Patchett, él conoce a Hudgens. Sid sabe acerca del Malibu Rendezvous, Dudley Smith quizá sabe algo. La razón de Dudley para el seguimiento: White perturbado por el asesinato de una ramera.
Vibrantes anuncios de cerveza: monstruos de neón. Nudilleras en el coche, Sid podría ceder, entregarle el archivo.
Jack se acercó a la casa de Hudgens. Ninguna luz encendida, el Packard de Sid junto a la acera. La puerta: la nudillera como llamador.
Treinta segundos. Nada. Jack tanteó la puerta. No cedió. Forzó la jamba. La puerta se abrió.
Ese olor.
Cámara lenta: pañuelo afuera, arma en mano, codo contra la pared. El interruptor, sin dejar huellas. Interruptor abajo, luces encendidas.
Sid Hudgens descuartizado en el suelo: una alfombra empapada de negro, en el suelo un charco de sangre.
Brazos y piernas cercenadas, formando ángulos abruptos con el torso.
Abierto de la entrepierna al cuello, huesos blancos asomando en carne roja.
Muebles tumbados, carpetas arrojadas sobre un retazo limpio de la alfombra.
Jack se mordió los brazos para sofocar los gritos.
Ninguna huella sanguinolenta. El asesino debía de haber escapado por la puerta trasera. Hudgens desnudo, embadurnado con una pátina negra rojiza. Las extremidades separadas del torso, viscosidad en los tajos, ondas como en la tinta de los libros obscenos.
Jack se dio prisa. Rodeó la casa, recorrió la calzada. La puerta trasera: entornada, derramando luz. Adentro: un suelo lustroso. Ninguna huella, rastros borrados. Entró, halló sacos de comestibles bajo el fregadero. Avanzó temblando hacia el salón. Archivos: carpetas, carpetas, carpetas, una, dos, tres, cuatro, cinco sacos. Dos viajes hasta el coche.
Una tranquila calle de Los Ángeles a las dos y veinte; trató de calmarse. Miles de personas tenían motivos. Nadie sabía que había visto los libros pornográficos. Las mutilaciones se podían atribuir a un psicópata.
Tenía que encontrar su archivo.
Jack apagó las luces, serró la puerta delantera con las esposas: que pensaran que era un ladrón. Se marchó sin rumbo preciso.
Se hartó de conducir».