Es de sobras conocida la famosa escena del filme La lista de Schindler en la que el oficial nazi Amon Göth disparaba por divertimento desde la ventana de su oficina a la población judía del campo de exterminio del que era comandante. Schindler trató de inculcarle la inspiradora idea de que tenía más mérito gozar del poder de salvar una vida que de quitarla; pero el tránsito hacia la conciencia duró lo justo: hasta que se dio cuenta de lo aburrido que era perdonar, que no es delito, claro, y cualquiera puede hacerlo, contra el placer indescriptible de asesinar a sangre fría y que no te suceda nada. Eso sí que es privilegio de una clase única y privilegiada.
Lo terrible es que en esa clase única y privilegiada hay mucha gente, aunque queramos vendarnos los ojos y dar la matraca con la monarquía y los beneficios del rey emérito. Son tanta peña que dan más miedo y suponen más peligro que la pandemia por SARS-CoV-2. Es la dinámica del poder, y personas con poder hay una jartá; y no me refiero al poder de sacar o no a pasear a la mascota, de ir o no a ver a la abuela, o de hacer copias personales en la impresora del curro, es poder de verdad, muy parecido al de Göth, pero que no canta tanto.
Ojalá el problema fueran los delitos imputados a Juan Carlos de Borbón y que, por haber sido rey, todo el mundo le haga palmas; no, el problema es que quien ostenta el Poder, con mayúsculas, le da relativamente igual que lo pillen, porque cree que va a salir de rositas o no va a acabar la cosa tan mal parada. «Porque yo lo valgo», vaya, «y tengo el poder de hacerlo más allá de las consecuencias».
Por eso una miríada de alcaldes y de consejeros se han vacunado por sus cojones, por el gran servicio que prestan al país y el indescriptible riesgo que corren en el ejercicio de sus funciones; no como cuatro de las residentes de mi centro sociosanitario, en edades comprendidas entre los 90 y los 95 años, a las que todavía no se les ha administrado la segunda dosis porque no estaba claro que fueran negativo en PCR, aunque, más allá de la supuesta pasta que pueda costar una vacuna (mucho más importante que la salud o un posible brote), nada impide a una persona positiva en COVID-19 ser vacunada. Y los mandos de las Fuerzas Armadas, que se han vacunado por dedocracia, sí que se merecen un aplauso general de la ciudadanía por defendernos de, de, de… ¡coño, que no se me ocurre de qué leches nos están defendiendo!; y puede que por ese motivo ni Cristo sepa el protocolo establecido para la prioridad en la administración de las dosis, esas de las que, por cierto, tampoco sabe ni Cristo el cupo que se les ha suministrado desde Sanidad al margen de la sociedad civil y a nadie del Parlamento le ha dado por preguntar no vaya a peligrar su estatus político. ¡Con el ejército no se juega, señorías!
Y bueno, este gobierno de coalición de, de, de… ¡coño, que también me cuesta la misma vida decir de izquierdas!, que se ha abstenido de apoyar la resolución de la ONU para intensificar la lucha contra el racismo; y que tampoco está haciendo mucho que digamos por resolver el entuerto de no haber firmado ni ratificado en su día el Tratado sobre la Prohibición de las Armas Nucleares que entró en vigor el viernes 22 de enero. Todo la mar de poderoso y de contundente. Como los aliados en este despropósito: Estados Unidos y Rusia, que poseen el 90% del arsenal atómico del planeta, China, Francia, Reino Unido, India, Pakistán, Israel y Corea del Norte. La mayor parte de ellas, potencias reconocidas universalmente por su respeto a los Derechos Humanos.
Pero nada, oye, que el grito aquel surgido del maravilloso momento que supuso el 11M: «¡que no, que no, que no nos representan!», siga cayendo en el saco roto del olvido y del ostracismo. Alguien tendrá que mandar, ¿no?, que ejercitar el poder que le damos y que queremos, en el fondo, que mantenga, a costa de lo que sea, porque peor sería el otro ala. Como si no fueran las dos alas las que sostienen, en total connivencia, el vuelo del pajarraco de este sistema de mierda.