Es bonito leer. No me refiero a saber leer, que también, sino disfrutar con la lectura, tener la posibilidad de evadirse hacia parajes y escenarios desconocidos, con narraciones bien tramadas y escritas con gusto y estilo.
Es bonito leer, vaya, a pesar de que cada vez la mente tiene más filtros. Será cosa de la edad, que lo hace a uno más puñetero y cargado con múltiples gafas cuando observa la realidad y la ficción, no solo las de la presbicia. Ojalá.
Quiero decir que se aprende mucho leyendo, y no siempre por lo que se cuenta, sino más bien por cómo se cuenta, qué personas son buenas cuáles malas y en dónde se pone el acento (o aun la tilde, que se nota más sin hacer el más mínimo esfuerzo).
Como ahora vamos al lío, es preciso informar al respetable que casi todo lo que viene a continuación es un soberano destripe, en toda regla, del argumento de la novela corta «Benito Cereno», de Herman Melville.
«Benito Cereno» se lee con una facilidad y agilidad pasmosas, y no porque sea corta o porque Melville renuncie al simbolismo característico en otras de sus obras, sino porque la historia en sí engancha y responde a las cualidades a las que hacía referencia al inicio de estas líneas: narración bien tramada y escrita con gusto y estilo, aspectos que parecía que el autor de Moby Dick había olvidado en sus últimos años. ¿El problema? Ninguno, solo las gafas personales esas de las que hablaba y que soy incapaz de quitarme. Quizá por eso «Benito Cereno» es una novela imprescindible, pues pocas obras son capaces de mostrar tan a las claras y en tan escaso número de páginas cómo la historia (y la literatura, por ende) es escrita por quienes vencen y no es fácil revertir esta realidad sin encontrar una acusación por revisionismo negacionista o escuchar el consabido: «era el momento histórico».
«Benito Cereno» cuenta la historia real de la rebelión llevada a cabo por un grupo de esclavos en un barco negrero español. Melville, que se mantiene fiel al relato y basa su historia en las memorias de Almansa Delano, capitán del Perseverance, navío que frustró el motín, sitúa la acción en 1799 y apenas realiza cambios insignificantes en algunos nombres. La novela fue publicada en 1855, cinco años antes de la Guerra de Secesión, cuando la esclavitud se había convertido en la práctica en el tema central de la política estadounidense, pero existían numerosas voces (sobre todo en los estados norteños del país y dentro del recién creado partido republicano, lugar e ideología del neoyorquino Melville) que abogaban por el abolicionismo.
Visto el contexto histórico no deja de sorprenderme el claro componente racista y esclavista de la obra que nos ocupa. Más me sorprende, si cabe, la supuesta ambigüedad que algunos críticos pretenden ver en la narración de Melville, quien describe a los negros en muchos fragmentos de una manera terrible e incluso denigrante. Es bien cierto que el novelista puede que trate de reflejar la existencia personificada del mal y del sometimiento de otros seres humanos mediante el miedo y el terror, pero no es menos cierto en absoluto que dicho reflejo lo realiza a través de la persona de Babo, el cabecilla de la revuelta. Y, obviamente, no deja de ser cuanto menos curioso que la representación del mal y del miedo no tengan nada que ver con las condiciones de vida a las que estaban sometidos los esclavos bajo el mando del capitán Benito Cereno y que Melville no dedique ni una sola línea a juzgar la actitud de la tripulación blanca y los traficantes ni detalle lo más mínimo la humillante disciplina respecto a la población negra.
Ya digo, una novela precisa y muy bien escrita en un plano literario (con algunas escenas magníficas, como la del rasurado de barba) e imprescindible desde un punto de vista cultural, social y de interpretación histórica, donde nada es inocuo. Pavada de Huckleberry Finn si queremos tratar el racismo en los Estados Unidos; lo que hay que leer, incluso sin gafas abolicionistas, es al Melville de Benito Cereno.