Alguna que otra vez, dentro de estas sencillas páginas, me he visto en la obligación moral de recordar la célebre frase de Jean Paul Sartre: «el infierno son los otros». Más allá de la clara referencia a la bondad intrínseca a uno mismo y que no es compartida en absoluto por el resto de los mortales, pues actúan de la a a la z como pecadores irredentos, el aforismo del filósofo francés nos enfrenta con nuestro paraíso autocreado en el que vivimos rodeadas de gloria infinita (porque somos muy majas), henchidas de una libertad y una felicidad del todo falsas o, al menos, severamente impostadas, hasta que a alguien le da por tocarnos las pelotas y lanzarnos al abismo.
Como no soy filósofo, ni es esa mi pretensión, y dicen que una imagen vale más que mil palabras, tras algunos sucesos un tanto infernales producidos a mi alrededor en estos últimos días, me ha dado por recordar aquella acertada viñeta de humor que hace varios años apareciera en eldiario.es de la mano de Manel Fontdevila y que, en cierta medida, demuestra nuestra sorprendente capacidad para permanecer (o vernos) impolutas en medio de cualquier situación.
Obviamente, en medio de un conflicto suelen existir sendos paraísos independientes que serán transformados en sendos infiernos de lo más ingratos por cada una de las personas implicadas. Si le pregunto a la otra parte, el infierno seré, sin duda, yo, pero cuando uno de los dos paraísos es colectivo y el otro es individual, el individual suele estar rayano al egoísmo. Puede que un egoísmo involuntario, o regido por un sentimiento de cercanía, proximidad o necesidad personal, pero egoísmo al fin y al cabo.
El caso es sencillo, y extrapolable a la mayor parte de las situaciones en las que nuestra libertad, tan casta, pura y necesaria ella, choca con el infierno de la protección a la libertad de otras personas.
El sábado pasado, el Gobierno daba la autorización para que, a partir del lunes, en residencias de mayores y de personas con discapacidad se pudieran recibir visitas bajo determinadas normas estrictas y siempre que los centros lo considerasen oportuno. Nada decía la orden de las posibles salidas de las personas residentes, después de llevar más de dos meses encerradas a cal y canto (tal y como comentaba por aquí hace tres semanas). Como al equipo técnico nos parecía una total barrabasada que fueran las únicas personas de todo el espacio interplanetario conocido que aún tenían prohibidas las salidas bajo cualquier circunstancia optamos como colectivo por romper la norma con unas medidas de seguridad y un esfuerzo mastodónticos por parte del centro. Del mismo modo elaboramos protocolos de actuación para familiares, residentes y personal con el objetivo de mantener en un alto nivel de protección a las personas residentes (uno de los sectores más vulnerables al SARS-CoV-2) durante las visitas y las salidas, en las que estarían acompañadas por un miembro del equipo. El miércoles por la tarde la Junta de Andalucía modificó las condiciones de las residencias en el estado de alerta y autorizó las salidas, nunca obligatorias y siempre bajo criterio de las direcciones de los centros. Las medidas seguían siendo muy estrictas (solo un familiar por residente, guardar los dos metros de distancia física, uso obligatorio de mascarillas y gel hidroalcohólico, de ser posible cambiarse de ropa tras regresar al centro…) y respetando las normas generales de seguridad establecidas desde las primeras etapas por el Ministerio de Sanidad y del Interior para las fases de desescalada.
Ni que decir tiene que durante el primer día de visitas, los familiares que vinieron si no uno, otro, incumplieron todas y cada una de las normas establecidas en los protocolos de seguridad que se les enviaron previamente y que pueden afectar a las personas vulnerables: acudieron más de una persona a la visita, entraron en la residencia, tocaron al familiar, trajeron paquetes del exterior sin informar previamente, no firmaron el protocolo de compromisos… Lo curioso es que, cuando tratabas de hacérselo ver (hasta cuatro veces le tuve que indicar a un familiar que se marchara porque solo podía estar uno) nos miraban con cara de espanto, porque, faltaría más, aquello era como el infierno.
Lo de las salidas de esta semana, las cuales pueden realizar acompañadas de un familiar o hacerlo de manera independiente, y de las que mandamos un nuevo protocolo explicando explícitamente cada mínimo detalle, ya es de traca, y aún no ha pasado ni el fin de semana (ese en el que debería de descansar y desconectar del trabajo): una de las salidas solicitadas era para una persona que iba a venir de Madrid, lo que supondría cambio de Comunidad Autónoma sin motivo justificado, algo que, aparte de ser básicamente ilegal en fase dos, no hace falta ser Einstein para darse cuenta del riesgo que supone; otra familia nos preguntó nuevamente si podían salir a pasear con dos familiares (lo pone en el protocolo, señora, una, solo una, leñe); otra nos pidió unas tijeras y un cortauñas para hacerle la manicura a la madre (señor, eso implica no solamente romper la distancia física, que puede tener un pase, sino tocarse). Pues nada, minucias e intrascendencias, casi un manifiesto tuve que escribirles para explicarles la situación y que no formaban parte de la familia real belga que son las únicas personas, como el resto de la realeza, que pueden hacer lo que les salga del papo.
«No hay respeto hacia otros sin humildad», opinaba el filósofo Henri-Frédéric Amiel, pero el infierno son los otros y yo, en el mío, estoy que ardo.
Vivo en estrés constante. Llego a casa y apenas soy capaz de desconectar del trabajo un rato 🙁 . Algún remedio tendremos, pero será lento y seguramente doloroso para ser capaces de caer en la cuenta.
No hay manera! No somos capaces de comprender las cosas cuando nos atañen de cerca! Y admito que me incluyo, que no veo gravedad en ciertas situaciones… esto es complejo para caerte para atrás, pero en circunstancias como la tuya, que aludes a lo laboral, comprendo tu desesperación. No tenemos remedio.