Entonces, en ese instante preciso, en esa cargante semana de infamias surgen seres excelsos mas de apariencia austera e insignificante, como la de Ana, y cada historia descarnada recobra su sentido primigenio.
De unos cuarenta y pico años poco lustrosos, cabello tintado de rubio, cara redonda y altura de hobbit Ana se presenta en la oficina con un recibo del ayuntamiento y los párpados somnolientos. Deben cerca de 2.000 euros por no poder hacerse cargo de la cuota mensual para poner su puesto en el rastro. Han llegado a un acuerdo supuestamente amistoso -aunque a los amigos solemos perdonarles las deudas- para pagarlo a plazos y tan sólo solicita a Cáritas un documento para presentarlo en el consistorio certificando que no cuenta con ingresos, que se le está haciendo un seguimiento desde la parroquia y que hemos comenzado a ayudarla a sostener la economía familiar: dos recibos de agua y pago del tratamiento médico para su depresión. Incluso en el supuesto más que hipotético de que pudiera ponerse al día con las cuotas y evitar que su puesto se lo ofrezcan a otra familia, tampoco podría intentar ganarse el pan motu propio porque no disponen de recursos para comprar género ni para pasar la Inspección Técnica a la furgoneta.
Le hacemos el escrito y la emplazamos a que informe a las compañeras que irán por su domicilio de la evolución de la condena que le están imponiendo sin derecho a réplica. Hasta el momento, como si la historia que narra fuera del vecino del quinto, mantiene la compostura con soberana dignidad; entonces, antes de girar su cuerpo de complexión débil y menuda y tomar la salida de la oficina, nos mira con sus ojillos de pupilas vivaces y titilantes. “Y mi hija de 8 años”, desde ese iris vivaz y marrón comienzan a desprenderse lágrimas como cascadas, “no tiene zapatillas pa’ el deporte del colegio. Se tiene que poner las del año pasao y le hacen daño en los deditos y tiene las uñas encogías…”
La emoción me turba de nuevo el ánimo al recordarlo y escribirlo, me golpea y me transforma en caos casi llenándome de heces.
Mi dar pábulo una vez y otra a la angustia ajena no es una invitación al suicidio o a la lástima enfermiza e inactiva. El único sentido al que acogerse ha de pasar ineludible por el sólido lamento hacia uno mismo, pues a pesar de conocer tanta injusta inmundicia dispone de dos pares de zapatillas de deporte y no es capaz de renunciar a ninguna.
Dos pares de deportivas por Rafa Poverello se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
»Cada uno se despidió de la vida del modo que le era más propio. Unos rezaron, otros bebieron desmesuradamente, otros se embriagaron con su última pasión nefanda. Pero las madres velaron para preparar con amoroso cuidado la comida para el viaje, y lavaron a los niños, e hicieron el equipaje, y al amanecer las alambradas espinosas estaban llenas de ropa interior infantil puesta a secar; y no se olvidaron de los pañales, los juguetes, las almohadas, ni de ninguna de las cien pequeñas cosas que conocen tan bien y de las que los niños tienen siempre necesidad. ¿No haríais igual vosotras? Si fuesen a mataros mañana con vuestro hijo, ¿no le daríais de comer hoy? «—“Si esto es un hombre”, Primo Levi—
«Si supiera que el mundo se acaba mañana, yo, hoy todavía, plantaría un árbol» (Martin Luther King)
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Hostias, qué emotivo. Los pelos como escarpias. No dejes de dar pábulo, la reivindicación sigue siendo necesaria…