Todos los seres humanos tenemos nuestros demonios; asustarán mucho o poco, nos crearán una mayor o menor sensación de merecimiento de castigo o serán más o menos fácil ocultarlos bajo el paraguas de otras conductas angelicales. Pero ahí están, los jodidos demonios, y cuando nos los tocan, arde Troya.
Cuando además militas en algún colectivo feminista, alternativo y anticapitalista ya se debe dar por hecho que eres la caña, y que tus deslices son debidos a las normales incongruencias bajo las que se ve sometida la humana condición, pero que las doctrinas las tienes tan interiorizadas que no merece la pena perder el tiempo en proclamarlas y tocar las pelotas (o los ovarios) con la obviedad de nuestros principios profundos y nuestra ideología radical. Los problemas, digamos, son siempre otros.
Por eso, no merece la pena debatir demasiado sobre los motivos que nos conducen a atribuirnos la sacrosanta etiqueta de antipatriarcales, antimilitaristas y anticapitalistas. Hemos creado espacios en red, ofertado modelos de consumo social y solidario, proporcionado opciones hacia la contratación de servicios éticos. No hay demonios que valgan. A menos que salte una liebre muy gorda, tamaño similar a las que existirían en el país de Brobdingnag, somos seres cuasibeatíficos. A veces descubrimos un producto que no cumple los requisitos de la economía social, o de comercio justo, o de kilómetro cero, o aquel libro infantil fabricado en china, o resulta que determinado colectivo o persona con quien colaboramos puede que haya ejercido violencia machista… Cortamos por lo sano una vez investigado el asunto y punto. Es fundamental la soberanía alimentaria, el feminismo… No nos tiembla el pulso.
Pero, de repente, a alguien le da por reincidir –tipo delincuente habitual– en el temita de la soberanía tecnológica, también uno de los principios fundamentales para promover un modelo ético y social de consumo (porque, como es natural, todo es consumo, no solo la comida y la ropa), y resulta que la cosa no es tan diáfana, pues parece ser que no es lo mismo vender Coca-Cola en una tienda alternativa (nadie discute este asunto), que usar como colectivo plataformas, servicios o redes sociales privativas tipo Zoom, Tuiter, Facebook o pertenecientes a Google (que sí es discutible), por más que Coca-Cola Company viva de vender sus productos y los GAFAM hagan lo propio simplemente por que los uses. Resumiendo: lo normal es que no se considere feminista o antipatriarcal (aunque Ayuso, Cifuentes y Monasterio opinen lo contrario) a aquellas personas que niegan el techo de cristal, a aquellos varones que no comparten las tareas domésticas y de cuidados o que ridiculizan a las mujeres por el mero hecho de serlo; tampoco nos debemos colgar el cartel de anticapitalistas si vendemos productos de multinacionales en una tienda de economía social; sin embargo, no hay ningún problema al respecto por usar a diario tecnologías de compañías que controlan las noticias, crean opinión, censuran, venden datos no siempre con tu consentimiento y ostentan el monopolio de Internet. Clarooooooo.
«Es que no podemos hacer nada». Y la Coca-Cola está más rica que el refresco de cola de esa cooperativa artesana de Granada, y además es más caro. Podemos invertir dinero como colectivo y a nivel personal en productos de economía social, en sensibilizar sobre un modelo crítico de consumo, en libros feministas y editados en España, porque eso sí es de ley, pero lo que tienen prohibido los colectivos, asociaciones y demás organizaciones solidarias es, por ejemplo, crear (o pagar) un servicio de alojamiento de mail y de archivos que les permita decir adiós a la gran G. Al fin y al cabo, la soberanía tecnológica ¿qué tendrá que ver con el modelo de consumo, con una sociedad más libre y justa, o con la economía social y solidaria?
Y así les luce de bien el pelo a nuestros demonios.