El día se desperezó con un cielo de esos que los descendientes guanches llaman de panza de burra. Fresco y húmedo. O sea, de mal rollo y hosco para los que no estamos acostumbrados a ambos adjetivos juntos. Prometía un chirimiri postrero que logré evitar a golpe de pedalada regresando a casa tras una reunión como si de una etapa contrarreloj del Tour se tratara. Aparqué la bicicleta en el trastero y en la mente la irreversible convicción de no volver a pisar la calle en el resto del día. Aún desconocía que el más reverenciado invento de Edison tenía otros planes.
Al abrir la puerta del domicilio ya me sorprende incómodamente no escuchar el runrún del ordenador, que había dejado encendido en funciones de las que la SGAE no se sentiría muy orgullosa, pero no sería la primera vez que creo en algo que no existe. Aprieto el botoncito de encendido. Un par de veces, con esa estúpida manía nuestra de insistir en lo inútil como si a base de pesadez los electrodomésticos se vieran obligados a acatar nuestras órdenes. Nada. Abro el cajetín eléctrico y retomo esa manía imbécil de momentos álgidos subiendo y bajando el diferencial principal como un autista hasta que casi me hago daño en los dedos. De nuevo la nada. Salgo al pasillo y le doy al interruptor. Luz. Llamo al timbre de varios vecinos. Luz. Miro a la calle… ¡Luz! En un momento de extrema ausencia de lucidez llegué a pensar en el Apocalipsis Maya, pero era 20 de diciembre, no 21. Sólo me faltaba un duende de orejas picudas zarandeándome por los brazos y recalcándome con impertinencia que el único que no tenía luz en toda la manzana era yo. Vale, lo he captado: NO-TENGO-LUZ.
Agarro el móvil -el teléfono fijo está inservible tan románticamente unido al router– y llamo a averías de Endesa. La única alegría por el momento es que es un 800; todo un detalle habida cuenta de los pocos ingresos que obtiene esta gente de buena voluntad en virtud de la constante modulación tarifaria al alza. “El tiempo para atender su llamada es superior a un minuto. Espere por favor”, anuncia una grabación idénticamente romántica. “Mi nombre es…” Tras datos, intercambio nada sexual de saliva y demás vainas transmito: “No tengo luz en el domicilio”. “Aguarde un momento mientras hago unas comprobaciones”. ¿Soy el único que piensa que las empresas deberían contratar los servicios de un asesor para decidir qué música poner de fondo en estos instantes de ansia? “Disculpe la espera. No se registra ningún problema en la zona, parece ser una incidencia por el pago de una factura”.
Mierda.
De manera inconsciente y poco oportuna para mi gusto me viene a la mente una de las líneas contenidas en mi último reclamo bloguero: “… le doy al interruptor de la luz de la entrada. Una bombilla ilumina la estancia” y, junto con la desazón que me produjo en el día aquel la consiguiente comedura de olla, recuerdo una de esas frases divertidas y profundas cuando no van contigo y se la espetas a otro: ten cuidado con lo que deseas no se vaya a hacer realidad. He de añadir pues, más encarnado que un tomate transgénico con colorante E-160d y como público escarnio, que esta situación inusitada para mí y para mis gatos -para cuyas pupilas dilatadas el hecho pasó sin pena ni gloria- y tan inesperadamente solidaria, la vivo cada semana en tercera persona del plural con los indignados sin paraguas de las Moreras. En este barrio poco idílico nos han llegado a presentar recibos acumulados, curiosamente sin aviso siquiera de corte, de más de 1.500 euros cuando el monto total de esa factura mía, despistada y sin derecho a atenuante, rozaba los 45. Probablemente un molesto impasse que obliga a Endesa a un denodado esfuerzo de generosidad: cortarle el suministro y arrancar el contador a una familia que debe lo impagable es asumir por subsidiariedad que no va a cobrar ni una parte de dicha deuda en todas las vidas posibles, tanto propias como las de los futuros administradores de la compañía.
Supongo entonces que en Endesa leen mucho y que alguno de sus consejeros se topó con aquello tan preciso que comentaba Jon Sobrino en uno de sus crujientes ensayos: los ricos de hoy no tienen dinero, tienen plástico. Por eso a mí sí me piden los 45 euros del ala. Eso justo fue lo que duré yo como indignado solidario sin paraguas. Lo que tardé en sacar mi plástico, mojarme sin condescendencia -por algo a esa llovizna impertinente la llaman también calabobos- y reparar el entuerto. Los indignados de las Moreras no tienen plástico. Ni dinero. Lo que le sobra a espuertas es familia, hijos y nietos sin pupilas dilatadoras a los que les afecta bastante más que a mis felinos no tener fluido eléctrico.
Aquella noche, mientras cenaba alumbrado tenuemente por las farolas callejeras comprobé una vez más, jodido pero contento, que se puede vivir sin la mayoría de las comodidades que describimos como imprescindibles. Me acosté con Tolstói a eso de las 22,00 leyendo “Guerra y Paz” a la luz mortecina de una linterna que me acabó venciendo. A la mañana siguiente, aún sin ver más allá de un palmo, descubrí dos cosas más. Que los indignados sin paraguas también nos superan en esa listeza sin mácula que otorga la vida y la experiencia, pues yo, inútil de nulo condicionamiento operante, había pasado toda la noche anterior y el presente del día a oscuras como un topo por desconocer que para que se haga la luz cual nuevo génesis es necesario subir y bajar el diferencial principal una sola vez -el ejercicio concreto que realicé espasmódicamente el día anterior-. Cuando a los días se me fue la lengua en la oficina de Cáritas delante de una de las familias se tronchaban, nada solidarios, por mi incompetencia en tales menesteres: “Pues claro”. Mi segundo descubrimiento fue que en Endesa, aparte de leer mogollón, hacen gala de un humor inglés desternillante. Abrí gmail. Primer mensaje, recibido ayer, 20 de diciembre:
Hago un pacto de sangre con Wolfe,
que no somos otra cosa
que un triste hatajo de pobres hombres.
Sólo que a veces
me siento el más imbécil
de todos ellos.*
* “Pobre hombre”, del poemario Hablando de pintura con un ciego, Roger Wolfe
Fotografía «Luz de Lisboa», por cortesía de Víctor Nuño.
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Dejé esos cilicios aparcados temporalmente. Cogí otros menos crueles.
Estás aplicando el cilicio moderno!!!! prendé la calefacción, por San Antonio María!!!!
Pues no, exactamente, terrible. Pero nunca pongo el aire acondicionado (un ventiladorcito sí, y sólo de vez en cuando) y en Córdoba Sultana se alcanzan también los cincuenta. Las noches son nefandas.Y debido a mi 'cutrerío' (=basto, poco fino, traductor hispano-argentino) ahorrador y austero particular el invierno pasado me llegaron a salir sabañones en los dedos de no poner nada de calefacción. El Señor y los indignados me han de perdonar éste.FELIZ AÑO, Lucero
Y no sabés lo que es quedarse sin luz en verano, con 50 de térmica…
Encima con recochineo!!!