Durante las semanas del mes de octubre, en falso homenaje a esa fiesta hispana en la que muchos no entendemos qué hay que celebrar, compartiré un relato (en tres partes). Y que no se os olvide, niños y niñas, Colón no descubrió América, ya estaba allí antes de que llegara.
12 de Octubre. En una noche de obscuro tono gris aciago. Al menos para mí.
Acabo de morir. Hace apenas unos minutos aún podía percibir mi viscosa sangre, evidentemente roja, desplazarse plácida desde la base del cráneo y recorrer la comisura de mis labios para desmarcarse, gota tras gota, por la barbilla hasta unirse sin ningún resentimiento con el arenoso suelo del parque.
Dicen que cuando mueres ves aparecer ante tus nuevos ojos etéreos un profundo túnel de luminoso fin. Y en medio de esa áurea luz surge entonces, espontánea, la poderosa presencia física de aquél a quien uno psíquicamente espera: el iluminado Siddartha Gotama, el profeta de la Meca, cualquier at-man, el Mesías deseado, o quizá, en la más absoluta sencillez, encontremos a la entrada de esa sempiterna puerta a la propia familia si, por humana causalidad, pasó nuestra vida sumergida en un denodado agnosticismo.
Yo vi a Jesús. Cruel capricho de tener algo más en común, además del color de la sangre, con los siete samurais que decidieron acabar, a fuerza de alevosía, golpe y risotada, primero con mi hábito innato de tomar aliento y respirar, y en segundo término, más doloroso, con mi otrora animoso orgullo. A pesar de mi embotada, magullada y entumecida mente pude oírles gritar con radical complacencia que la Biblia sacralizaba su conducta. Génesis. Sin embargo, en mi personal túnel de ultravida, resonaron espléndidas, como soberana antítesis factual, las palabras del maestro de Galilea: “Apartaos de mí, malditos de mi Padre, id al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles, porque fui extranjero y no me recibisteis”. Casi al mismo tiempo, dirigido a mí, me pareció escuchar de dulce voz el reclamado imperativo categórico: “Ven”. Síntesis. No podía ocurrir de otra manera. Un Mesías hebreo, encarnado en medio de un pueblo esclavizado por manos ajenas y esclavizante para las propias, suscribe la divina comprensión para todo humano sometido. Para mi humanidad sometida, golpeada, ultrajada.
Triste y fútil consuelo en mi último hálito.
Lo peor fue el primer golpe. Inesperado y seco como un mal augurio que pasa a ser inexorable noticia. Noticia de muerte. Nuestro involucionado pensamiento dificultosamente cree que puede ser la propia vida objeto flagrante de la más mínima desgracia. Los desastres sólo osan acercarse a umbrales extraños que, con torpeza infinita, acaban por permitirles desesperanzados una entrada que ya evoca triunfo. Yo era demasiado firme como para dejarme manejar por las circunstancias –olvidé a Ortega, craso error-; era demasiado inteligente como para verme vencido por un alterego. Y ahora, eternamente muerto, un rencor imbécil ante la filosofía de quien no conocí jamás nace a partir de una duda: ¿cómo se atrevió Sartre a escribir que éramos libres del todo? ¿Responsables del todo? ¿Tal vez libertad para morir? Alguien me ha robado mi libertad para morir matándome libremente. Y de nada me sirve pensar que fueron siete esclavos de una misma y solitaria idea. Una idea que no otorgaba convencimiento para una mundana victoria. Porque tenían miedo, qué extraño. Su absurda seguridad sólo les invitó a rodearme después de verme tumbado en el suelo, sorprendido por un primerizo ataque a traición. Nadie en su sano juicio tiene miedo a su propia idea, esto sólo puede ser característica compartida por animales poco racionales y de genio enfermizo. Nos atrevemos a temer, de manera exclusiva y excluyente, las consecuencias directas e indirectas de nuestras ideas. De este modo, nos sentimos tan libres de culpa y de facto que ya estamos potencialmente capacitados para la hora de acometer la innoble causa de perpetrar el más brutal de los asesinatos. Lo único importante es que nadie pueda percatarse de la hazaña porque, por supuesto, mis siete antagonistas estaban unánimemente convencidos del merecido cumplimiento de mi condena. Más aun tras cada golpe salvaje. He sido convertido en involuntario paradigma de la injusta realidad del chivo expiatorio. Girard aplaudiría escandalizado ante tan violenta piedra de tropiezo. Todo el mundo tiene sus motivos.
Continuará…
12 de octubre por Rafa Poverello se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported.