Decía una hermana Franciscana con ajustado conocimiento de la verdad que cuando señalamos a alguien con el dedo debiéramos ser conscientes de que tres nos están señalando a nosotros. El juicio sumario es tan común entre los básicos mortales como el error al que él nos lleva con excesiva habitualidad y asumir la nimia percepción personal de la verdad global tal vez sea el paso inicial y primigenio para conseguir ajustar con menos rigor la horca alrededor de la glotis de aquellos que no son uno mismo: es decir el resto de la humanidad.
“Sólo sé que no sé nada”, marcaba el presupuesto socrático que bien pudiera referirse con mucho más acierto a cualquier humanismo más que a la filosofía y al conocimiento abstractos. Basta sentarse a escuchar con paciencia, celo y ausencia de rumores interiores la historia personal de el ser más abyecto que nos rodea para tragarse la lengua ipso facto antes de opinar inopinadamente sobre algo que se refiera de manera exclusiva a lo ajeno.
“Los hijos de Luis no quieren saber nada de él y no vienen ni a visitarlo”, “si es que María está pidiendo en la oficina y luego se la ve por la mañana desayunando en el bar”, “la hemos ido a visitar porque les cortaban la luz y tienen en mitad del salón una pantalla de plasma de no sé cuántas pulgadas”… Pero la puritita verdad, como decía aquel sabio proverbio indio, es que nadie ha andado ni una luna dentro de los mocasines de los hijos de Luis. O aún más, ni con los de Luis, no vayamos a caer en la demagogia estéril de absolver con gozo febril a los hijos de un padre alcohólico y manipulador que les hizo la vida imposible y cáustica, y quemar a cambio en la hoguera con idéntica ligereza a Luis, hijo inocente a su vez de un padre también alcohólico, con los añadidos de maltratador y violento. Y así, hacia atrás, indefinidamente, con la compasión que otorga la sabiduría de saberse uno una piltrafilla humana, necesitada de idéntica ternura y misericordia si se siente observado desde la desproporcionada injusticia de un microscopio, interpretado además desde la ignorancia atávica de unos ojos y un corazón inexpertos. A esa distancia nadie tiene escapatoria.
En 1946, sólo un año después de sobrevivir a la decadencia y la degeneración humana más visceral tras ser liberado del campo de concentración de Auschwitz-Birkenau, metódicamente rodeado durante tres años de infamia y exceso de bilis escribía Primo Levi en su novela “Si esto es un hombre” cuando hacía referencia a uno de tantos seres rotos y de equitativo desgarro vital: “me contó su historia, que he olvidado hoy, pero era una historia dolorosa, cruel y conmovedora”. Que se me atrofie el alma y el seso si soy capaz de olvidar a una sola de las experiencias vívidas cuando se me otorga la grandeza de la comprensión a través de la escucha. Y que sea capaz de abrazar la visión gozosa de Atticus, su templanza y su empática concepción del dolor al que es sometido por quienes en cadenciosas ocasiones no saben lo que hacen: “la mayoría de personas lo son (buenas), Scout, cuando por fin las ves”*.
* «Matar a un ruiseñor», Harper Lee, 1960
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