Dicen con toda razón las personas decentes que no es de rigor catalogar a los semejantes como si fueran paquetes de pan de molde, pero bien es cierto de igual modo que los seres humanos somos de alguna manera nuestro carácter, con sus habilidades gozosas y aquellas libidinosas, con las virtudes que más dichoso hacen al mundo y las fallas que más nos transforman con redundante vicio casi en lastres sociales. El caso es que Carmina es egoísta, y aunque podríamos atenernos a lo que comentábamos sobre las personas decentes y recurrir al eufemismo de que tan sólo se comporta de tal forma que hace gala de ese defecto sin que ello englobe la totalidad de su ser, la purita verdad es que lo usa con tanta frecuencia que lo espontáneo es sin duda atreverse a emitir ese juicio de valor sin sentirte por ello mínimamente culpable. Por otra parte no hemos de caer en la tropelía de aislar a esta mujer de más de setenta años, delgada como una estaca, exalcohólica -con todas las aversiones sociales que ello conlleva para sí misma y para el resto de mortales- y afectada con excesiva proximidad y prolijidad por un ictus que la ha atado a una silla de ruedas, de su contexto, pasado y realidad vital que la hacen gozar de un genio de mil demonios sin un alma que condenar.
El caso es que Carmina se halla al fondo de la sala, con su cara de aguantar pocas gaitas, su mano derecha lacia volcada con la palma seca y muerta hacia arriba sobre uno de los extremos del asiento del carrito, y observando con creciente entusiasmo al numeroso grupo de escolares que, como una plaga de hormigas, se extienden a lo largo de un comedor demasiado pequeño agolpado de ancianos. Se preparan para un teatro. Navideño, solidario, como han de ser en estas fechas entrañables y ladinas en ocasiones en las que apenas dos o tres familiares han decidido acompañar a los residentes y cuya ausencia repara el cariño otorgado por los niños que charlan con afectados de Alzheimer o demencias haciendo viable cualquier conversación por más incongruente que pudiera resultar. Carmina asoma el pescuezo, por encima de tanta cabeza que dificulta su visión nada rapaz y cuando los infantes comienzan a ocupar la escena y a compartir alegres gestos y deseos una lágrima salada, alegre y vanamente protegida se escurre impertinente por una de sus mejillas. Mira alrededor con una mirada que acaba de renunciar a lo avieso, con los ojos enrojecidos y sonríe, falta de desasosiego y de ansiedad.
La obra, los cantos y la danza terminan y los escolares, henchidos de un gozo apreciable sin letanías, vuelven a mezclarse con los ancianos de rostro alegre que reclaman atención con los brazos y las almas abiertos. Los niños los abrazan, algunos se emocionan tal vez recordando a sus abuelos, les reparten postales realizadas por ellos en clase de manualidades y a Pepe, un hombre sin familia en la que apoyarse, viudo inmerecido en dos ocasiones y que también se encuentra empotrado en una silla de ruedas, le encasquetan sobre la cabeza una pulcra corona enguatada de rey mago al tiempo que brillan y se empañan sus pupilas oscuras. Carmina sigue al fondo, rodeada de pequeños seres que casi ocultan su raquítico cuerpo y hermosa sonrisa. Cuando se retiran la anciana sujeta cuatro o cinco Christmas entre sus dedos minúsculos; la compañera se acerca a ella, le pregunta por la felicidad que luce y la invita a compartir alguna de las felicitaciones con aquellos compañeros que no han podido bajar al salón y asistir a la representación. Pero Carmina se resiste, como era de esperar, aferrando cada esquina de postal igual que una posesa y no existe Dios en el mundo capaz de hacerla desistir de su egoísta empeño.
Pasan varios minutos tras la escena que acabo de contemplar y entonces me acerco a ella, compartiendo gozo y respetando su renuencia, y en un milagro de los de verdad y no de esos de andar sobre el mar, me mira con una firmeza oportuna e inhabitual y me ofrece las postales, para que elija las que más me convengan y las suba al comedor de la planta de arriba.
Sí, será una memez, como todos los milagros comunes, los que suceden sin intervención taumatúrgica más allá de la fuerza del amor en cualquiera de sus tipologías. Y creo, y confío en el ser humano, y en que no existe carácter gélido entre el común de los mortales que no derrita un corazón aguerrido.
FELIZ NAVIDAD a todos, de manera especial a quienes derriten el odio, o al menos tienen suficiente pábilo para no renunciar a la esperanza.
Milagros Comunes por Rafa Poverello se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional.