Dicen algunos cual leyenda urbana sobre Murakami que en realidad siempre escribe el mismo libro, algo que no puedo corroborar porque ni he leído nada del japonés ni tengo próximas ganas. A lo mejor, más allá del repelús que pueda o no ocasionar determinado estilo, es un tema cultural, pues idéntico runrún rodea la obra del director coreano Hong-Sang-Soo, del que sí he podido gozar -al principio con determinado esfuerzo- varios de sus filmes. El caso es que acusar a los escritores y artesanos de repetirse quizá sea ser desconsiderados con la propia naturaleza humana; nosotros mismos cada vez que abrimos la boca para compartir con flema nuestras ansias y preocupaciones pudiera parecerle al resto que nos hemos comido una cabeza de ajos.
No puedo referirme al respecto al susodicho Murakami, pero sí a Dostoievski, Faulkner, K. Dick, Chandler, Thompson, McCarthy… cuyas fobias, neuras y obsesiones aparecen de manera harto recurrente en todas sus obras sin que por ello vayamos a lapidarlos o considerarlos faltos de originalidad.
Coetzee no ha de librarse de tal aseveración, pero si bien sus desvelos son comunes en cada libro de los que he tenido el placer de leer, su planteamiento y estilo son curiosa y extraordinariamente asimétricos: desde la narración habitual de ficción en “Desgracia”, pasando por el modelo epistolar en “La edad de hierro”, hasta la propuesta de la novela que nos ocupa con un empleo pulcro y nada indiscriminado de la tercera o la primera persona del singular y una incorporación muy habitual al texto, pero tremendamente ágil, del fluir del pensamiento.
En “Vida y época de Michael K”, publicada cuando el escritor sudafricano pasaba de los 40 años y que le supuso la notoriedad y el reconocimiento internacional, ya están presentes la mayor parte de las características esenciales del autor y que de alguna manera dificultan en buena medida su lectura -por muy sencillo que pueda parecer su estilo- así como la honda comprensión de su pensamiento: la retención de información acerca de los personajes, de los que de manera recurrente jamás hace referencia al color de su piel, y el lenguaje simbólico y metaliterario, como puede suceder en la imagen del perro en “Desgracia” o la figura de la madre de K en “Vida y época de Michael K”.
En este último aspecto, la influencia de Kafka es obvia haciéndola patente Coetzee desde el propio título, y de igual modo puede verse en los dos últimos capítulos un modelo de argumentación y análisis muy similar al empleado por Dostoievski en el asentamiento de las fundamentos vitales de sus protagonistas, Dos estilos bien distintos para una forma similar de entender la naturaleza humana y que, habría que asumir, no son nada dúctiles de manejar y acoplar en una misma obra. El enfoque Kafkiano del personaje que da nombre a la novela, y que llega a compararse y asumir su transformación con un gusano en semejanza con el Gregorio de “La metamorfosis”, lo salva con nota altísima, algo muy de valorar, dando vida a un ser encerrado en cierta medida en sí mismo, en alto grado de transformación y que en un momento se niega a adaptarse, desde la calma y la asunción de su ser, a la inhumana sociedad que lo rodea y es incapaz de entender su opción. En un mundo en guerra, a quien decide no estar en guerra sólo le queda la coherencia, aunque resulte insensata al resto. En lo más común a Dostoievski, aunque sin desmerecer la tal vez necesidad del autor de mostrar con rotundidad la dispar interpretación que de los actos y decisiones de K hacen los actores secundarios que rodean la extraña personalidad del protagonista, Coetzee pisa ya arenas movedizas y nos entrega unos pensamientos quizá excesiva e innecesariamente directos, tanto por boca del farmacéutico, en el único capítulo narrado en primera persona, como por la del propio K, donde el uso de la tercera persona nunca ha de entenderse como la presencia de un narrador omnisciente, sino una forma de estilo indirecto con el que mostrarnos el planteamiento vital de K, su trasgresión casi inconsciente que lo lleva a comportarse casi ausente de voluntad, en nueva similitud al K de “El proceso”, mas como un ser que tiende irremediablemente a la libertad, a no dejarse encorsetar por un mundo que ha dejado de entender y de seguir.
Coetzee ama Sudáfrica, y detesta todo lo que de negativo pueda hallarse en sus raíces: el racismo, el Apartheid, la incivilizada civilización, tal vez por eso de vida a personajes aislados por la desesperanza, como el vagabundo alcohólico Vercueil, como la granjera Lucy… Tal vez por ello existe Michael K, quien desde su pacífica rebelión y sus simples renuncias se opone con firmeza silenciosa a ser masa, número… porque en el fondo no ha renunciado a la esperanza.
Puedes descargar la novela completa en castellano pinchando aquí.
Comparto unos fragmentos para abrir boca:
«Incluso sabía el por qué: porque muchos hombres habían dicho que el tiempo para ocuparse de los jardines había pasado al menos hasta que la guerra terminase. Sin embargo, debe haber hombres que se queden atrás manteniendo vivos los jardines o al menos la idea de conservarlos porque, una vez rota la cuerda, la tierra se endurecerá y olvidará a sus hijos. Ese es el porqué».
«Me he convertido en un objeto de caridad, pensó. A todas partes donde voy hay personas que quieren practicar conmigo sus diferentes formas de caridad. Han pasado tantos años y todavía parezco un huérfano. Me tratan como a los niños de Jakkasldrif, a los que daban bien de comer porque eran todavía demasiado jóvenes para ser culpables de nada. De los niños solo esperaban que a cambio mascullaran las gracias. De mí quieren más, porque he estado más tiempo en el mundo. Quieren que les abra mi corazón y les cuente la historia de una vida pasada en jaulas. Quieren saber todo de las jaulas donde he vivido, como si fuera un periquito, un ratón blanco o un mono. Y si al menos en Huis Norenius hubiera aprendido a contar historias en vez de a pelar patatas y sumar, si me hubieran hecho contar todos los días la historia de mi vida, vigilándome con una vara hasta recitarla sin vacilar, habría sabido como complacerles. Habría contado la historia de una vida pasada en prisiones donde, día tras día, año tras año, permanecía con la frente apoyada en la alambrada, mirando la lejanía, soñando con experiencias que nunca tendría y donde los centinelas me insultaban y me daban patadas en el culo y me obligaban a fregar el suelo. Una vez acabada mi historia, la gente habría movido la cabeza con lástima y rabia y me habría dado de comer y beber; las mujeres me habrían abierto sus camas y me habrían cuidado maternalmente en la oscuridad. Pero la verdad es que he sido un jardinero primero para el Ayuntamiento, después para mí mismo, y los jardineros se pasan la vida mirando el suelo”.