Hay una novela terrible en su autenticidad, se llama “Abril quebrado”, y es del escritor y activista albanés Ismaíl Kadaré. La historia que narra proviene del anacrónico código de honor de determinadas zonas de Albania conocido como el Kanun, una deuda de sangre según la cual si una familia asesina a un miembro de otra, una ley no escrita ampara a esta última y le otorga alrededor de un mes de plazo para vengarse quitándole la vida al responsable. Ni qué decir tiene la inutilidad de tal norma tácita que introduce a todos los afectados en un ciclo eterno de odio e incertidumbre amparado por la costumbre.
Puede que muchos nos estemos echando las manos a la cabeza, porque somos seres humanos sensatos, occidentales y con código ético muy por encima de tamaños pazguatos, pero, en realidad, no hay que salvar ninguna distancia para extrapolar esta nimiedad de alguna región montañosa del sureste de Europa a lo sucedido tras la respuesta del gobierno belga al atentado en Bruselas. Venganza. Punto pelota. Podemos edulcorarlo con los matices que nos alienten a sentirnos civilizados, como la defensa propia, el derecho de un territorio a defenderse, la lucha contra el terrorismo y en favor de los valores de la democracia… aspectos que, por otra parte a día de hoy, dudo que convenzan ni al más crédulo de los fieles. Bombardear con cazas poblaciones donde hay civiles, niños y mujeres no puede encontrar ninguna justificación a menos que provenga de lo socialmente aceptado y establecido, aunque sea una barrabasada.
Y este quizá sea el trasfondo por el que todo nos resulta tan natural y espontáneo. Si vas al cine a ver una de vaqueros lo normal es que si un indio mata a un grupo de colonos, el bueno se los cargue. De hecho, nadie espera que al final tenga un ataque de humanidad y los perdone. Si es una de intriga y a un policía le asesinan a su familia ¿quién es el guapo que puede jurar sobre lo que considere más sagrado que no está con el alma en vilo hasta que no se los ventila a todos en la última escena? Incluso aquellos filmes que pretenden vender humo, como “The Revenant” (muy bien hecha, todo sea dicho), acerca de que la justicia sólo es de Dios, resulta que a la postre Dios se hace hombre y se venga de una criatura que se ha portado regular. El reconcomio toca techo, por poner un ejemplo de lo más práctico, en la cinta de Santiago Mitre “La patota”, en la que una joven es violada por un grupo de chicos del instituto donde imparte clases. Ella decide no denunciarlos, trata de entenderlos, de hablar con ellos, y llevar el tema de una manera menos dramática, opta por no abortar tras haber quedado embarazada, por no señalarlos en la rueda de reconocimiento… ¿Quién entiende a esta buena moza? Ni su amiga, ni su padre, ni sus propios agresores… posiblemente ni casi nadie de los espectadores.
La venganza está como impresa en los genes de la raza humana, aunque la historia demuestre que nunca se ha llegado con ella a buen término, y la única duda razonable consiste en pensar que cómo es posible que una especie que basa buena parte de sus actos en un valor de semejantes características haya logrado sobrevivir miles de años. Quizá la respuesta es justo esa: que no vivimos, sino sobrevivimos, como una cucaracha, un escorpión o una rata de cloaca.
Y si la venganza es lo común y un signo de fortaleza, el perdón ha de ser prueba de debilidad, obvio, por lo que, con una sencilla regla de tres a de suponerse que la mayor parte del género humano es valiente y aguerrida, y por eso se venga, porque es mucho más jodido vengarse que perdonar, que ceder un poco ¡dónde va a parar! Entonces, tal vez por esa tendencia a ser un iluso que tanto me caracteriza, pienso en quienes cambiaron la historia a largo plazo, en quienes avanzaron en la consecución de los derechos sociales, y fueron personas que lucharon de gordo, que sufrieron, pero que no se vengaron. No conozco ninguna revolución violenta cuyo cambio no haya tenido que mantenerse de la misma manera, desde la imposición, pero sí pienso en Luther King, en Gandhi, en César Chávez, en las primeras sufragistas… en Mandela, que tras 30 años en prisión, cuando fue elegido presidente de Sudáfrica y se abolió el Apartheid mantuvo a los blancos en sus puestos de gobierno. Eso es fortaleza y no haberlos ajusticiado en un paredón.
Aprender a ceder, perdonar, no significa renunciar a un ideario, ni dejar de luchar por lo que es justo, pero abre puentes, crea lazos en tanto que la venganza cierra cualquier resquicio para la paz, para la resolución de cualquier conflicto, pues éste sólo podrá llegar a término con el exterminio del contrario.
El director brasileño Walter Salles llevó a la gran pantalla el libro de Kaderé en 2001, con el título “Abril despedaçado” (“Detrás del sol” en su inusitada traducción al castellano). Salles le busca solución al entuerto, de la única forma posible, en el momento en el que una sola alma se niega a formar parte de la tradición, de lo supuestamente común.
Somos vulgares, Bélgica, España, la pérfida Europa, y en ese aferrarse a la vulgaridad estará nuestra propia perdición.