Algo suavecito, como un bolero, quería yo. Para no pasar ni un mal rato ni perderme en escabrosos laberintos de letras y estilos. Una novela de transición después de un par de obras de esas que te sientan mal por argumento, por muy bien escritas que estén.
Alguno que otro ya se estará tronchando de la risa, claro, porque esta introducción aclaratoria y necesaria tipo catarsis es de un libro de Thomas Bernhard que, encima, se llama Trastorno. Pero el caso es que me atraía la sinopsis, y el haber oído eso de que el austríaco es uno de los mayores escritores en lengua alemana (y más) de todo el siglo XX. Pues eso, como no tenía el Nobel ni nada me lancé a la piscina con la inconsciencia de un bebé de pecho sin ponerme a leer antes ni una coma del estilo del autor. Cosa harto extraña en mi caso.
La obra dispone de dos capítulos de desigual longitud. El primero me sorprende por su pulcritud, perfectamente escrito, con unas características peculiares en los diálogos y enfoque de personajes, donde el protagonista de la historia no es el que la narra en primera persona y en el que, a partir de las enfermedades físicas de diferentes actores que trata un médico rural, Bernhard comienza a desentrañar con contundencia las dolencias que arrastra la sociedad que le rodea: muerte, desesperación, asesinatos, suicidio, individualismo… Todo ello sin renunciar un segundo a un marcado componente filosófico y metafísico y una exquisita sensibilidad en medio del caos que, incluso en nada veladas referencias del mismo autor, recuerda irremediablemente a Kafka. Tanto El castillo como La metamorfosis… y la inseguridad vital de El proceso aparecen en buena medida dentro de las páginas de toda la novela.
Y entonces llega la segunda parte, que comienzo a leer con verdadero interés y expectativas, en cuyo inicio se relata la llegada del doctor y de su hijo -que es en realidad el narrador de toda la obra- al castillo de Hochgobernitz para visitar al Príncipe Saurau, un tipo tan loco como genial, quien supuestamente está en tratamiento. En un principio el método parece discurrir de manera similar al de la primera parte, a base sobre todo de monólogos, esta vez en boca exclusiva del príncipe, sin apenas intervención de los otros dos personajes presentes y renunciando de forma expresa a cualquier apunte meramente descriptivo de situaciones o lugares más allá de dentro o fuera de las murallas. Pero de repente, en apenas unos párrafos, y debido especialmente a esa manía mía lectora de buscar el siguiente punto y aparte para colocar el separador al dar por terminada la lectura del momento, veo que el siguiente se halla cuatro o cinco páginas atrás. Voy echando pues un ojo al asunto, ya que la densidad y estilo de Bernhard además son exigentes en grado sumo y el discurso del soberano más que un monólogo semeja un soliloquio de mezcolanzas inverosímiles, palabras y frases en cursiva, diálogos de otros personajes conocidos a los que hace alusión Saurau, quien a su vez está hablando a través de los recuerdos de la primera persona del hijo del doctor, idas y vueltas a la misma idea… y todo ello, de nuevo, con un agobiante componente filosófico, trascendental y de mala baba hacia las convenciones sociales y los políticamente correcto… Decía que echo un ojo entonces y descubro que desde la página 152 hasta la 216 no hay ni un puñetero punto y aparte, lo que no quiere decir a la postre que el príncipe no cambie de discurso, de idea, de enfoque, de con quién o con qué meterse en medio de sus trastornos e incoherencias perfectamente hilvanadas… hasta se atreve a terminar la novela con unos puntos suspensivos que dan buena razón de que no hay fin a la debacle, a la desazón, al trastorno social.
Casi al final de Trastorno y en labios del propio Saurau revela Bernhard una crítica al hijo del príncipe, estudiante en Londres, que a él no le afecta desde luego: “en Inglaterra se ha acostumbrado a las frases cortas”. Poco antes también da un apunte sobre la verdad (o no) de la importancia de las frases que salen de adentro: “todas las frases subrayadas comienzan con la destrucción de esas frases”. Tan destructor como creador de modelos de lenguaje era díscolo este hombre, sí, pero libre podríamos decir dentro de las limitaciones (hay quien opina que le jorobó bastante no recibir el Nobel) y firme opositor a aquello en lo que no creía, en el arte y en la vida, lo que es un grado. Dicen que en el estreno de El ignorante y el demente en 1972 en Salzburgo, al final de la obra las instrucciones del autor exigían dos minutos de absoluta oscuridad en el escenario, pero como el reglamento del teatro lo impedía Bernhard envió un telegrama al director del festival con esta frase: “una sociedad que no soporta dos minutos de oscuridad se quedará sin mi obra”.
Un maestro Bernhard, que resiste sin esfuerzos cualquier comparación; trastornado tal vez, pero un maestro. Al fin y al cabo lo que distingue a un genio de un demente es el paso del tiempo, y he aquí alguna muestra:
«¿Comprende? En realidad, cuando nos movemos de forma consecuente y, sobre todo, en los libros, nos movemos siempre por paisajes que hace tiempo conocemos. No encontramos nada nuevo. Lo mismo que no encontramos nada nuevo en las ciencias. Todo está prescrito. El frío está dentro de mí, de modo que da igual adónde vaya: el frío entra en mí conmigo. Me congelo de dentro afuera. Sin embargo, en la biblioteca ese frío se hace aún más insoportable. Nada más que cerebros impresos a muerte. Con cada libro descubrimos, para nuestro espanto, un hombre impreso a muerte por los impresores, editado a muerte por los editores, leído a muerte por los lectores».
“Aunque he destruido todo lo que había escrito hasta ahora –dijo-, he hecho, sin embargo, grandes progresos”.
Solo he leído una obra de él, pero tengo referencias excelentes hacia su obra. ¡A ver si me animo de una vez y me pongo en serio con Mr. Bernhard! Quizá cuando termine tanto y tanto acumulado…Saludos.
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