“Mi padre decía que el sentido de la vida era prepararse para estar muerto mucho tiempo”. Esta angustiosa afirmación, puesta en boca de Addie en el único e indispensable capítulo que Faulkner le concede a la matriarca del clan Bundren -protagonistas y antagonistas absolutos desde la primera a la última línea de esta obra maestra de incalculable valor literario-, resume todas las miserias que decide atravesar dicha familia en su perverso y fétido viaje en pos de la nada. Cada uno de los hijos de Addie -Cash, Jewel, Darl, Dewey, Vardaman- y aun más su patético marido Ase tienen intransferibles motivos para cargar con el ataúd de la madre y esposa a través del Sur de los Estados Unidos y agonizar a la vez que ella, aunque prácticamente todos ya se estaban pudriendo desde hacía mucho tiempo. Lo más ridículo y absurdo es que ni el más mínimo de esos motivos está movido por un leve atisbo de generosidad y respeto hacia el ser que les dio la vida; cabe pensar con escaso margen de error que incluso ese último deseo de Addie, ser enterrada en Jefferson a insufribles kilómetros de distancia de su hogar, tiene como única inspiración seguir hostigando a Ase hasta después de muerta. Pero Addie, en su extraña bondad y en su sentimiento de culpa, es con todo el miembro más amable y tierno de la familia Bundren; tal vez porque la forma más eficiente para que hablen bien de uno es estar ya descansando en la tumba.
El propio título, “As I Lay Dying”, es toda una declaración de intenciones sobre el trajinar peregrino de esta dolorida familia del sur. Como ya sucediera con «El ruido y la furia», Faulkner lo hace recurriendo a un verso de una obra clásica, esta vez a la Odisea de Homero: “mientras moría, con la espada clavada, y ella, la de cara de perro, se apartó de mí y no esperó siquiera, aunque ya bajaba al Hades, a cerrarme los ojos ni juntar mis labios con sus manos”. Sólo que en esta ocasión la Addie agonizante es Agamenón y Ase, metódicamente descrito por Faulkner como el ser con expresión de perro apaleado, su cruel esposa Clitemnestra quien, en el colmo de la indecencia, otorga a la literatura uno de sus más brillantes e inesperados finales cuando aún no ha sido soltada la pala con la que excava la tumba.
Las analogías y conexiones entre «El ruido y la furia» y «Mientras agonizo», escritas apenas con un año de espera, son tan notorias que a veces se me hace imposible no pensar en las dos obras como partes de un todo global y que no pueden ser entendidas la una sin la otra. La decadencia del sur y la autodestrucción familiar, tan presentes en toda la obra de Faulkner, cobran en ambas novelas un sentido profundo y metaliterario a través de ese estilo narrativo tan peculiar, complejo y creativo, tan doloroso y marcado por percepciones. Quizá sea un íntimo deseo personal que en nada cuadre con la voluntad del escritor norteamericano, pero se me antoja pensar que, para llegar a la cuadratura del círculo, Faulkner -tal vez influido por su propia experiencia vital- nos entrega un ápice de esperanza decidiendo que la maldad y aburguesada vida de los Compson los convierta en cenizas, mientras que en el otro polo la paciencia y el sacrificio de Addie transforme a los Bundren, una tradicional y sencilla familia del sur, en supervivientes -aunque destrozados- en medio de la tormenta. Puede ser que casi todos sean unos pobres desgraciados hijos de perra (que diría Marzal), pero comprendes tan bien aun sin justificarlos el por qué han llegado a serlo que uno apenas se atreve a ser eco del pensamiento de Addie: “pecado y amor y miedo sólo son sonidos que las personas que nunca pecaron ni amaron ni tuvieron miedo usan para eso que nunca sintieron y no pueden sentir hasta que se olviden de las palabras”. Todos tenemos algo de lo que avergonzarnos sin la necesidad de que surja alguien de la nada, tipo Cora Tull -uno de tantos figurantes que componen este retrato coral-, que nos recuerde, a fuerza de bien y de palabras mal entendidos, nuestro pecado e indignidad. Hasta ganas de tachar sus párrafos me entraban.
Con todo, «Mientras agonizo» me ha resultado más dúctil dentro de la peculiar idiosincrasia de su autor, digamos. Posiblemente porque el flujo de pensamiento característico en los personajes de Faulkner es menos marcado y sobre todo porque Vardaman, el menor de los Bundren, no es Benji Compson a pesar de sus evidentes similitudes expresivas y de estructura mental y esto hace que la narración avance con más naturalidad y se haga más asequible (el primer capítulo de «El ruido y la furia», escrito desde el punto de vista de Benji, discapacitado mental, es de una complejidad casi excesiva). De manera antagónica el personaje más extraño y hasta complejo de entender en «Mientras agonizo» puede que sea Darl, el hermano inteligente y reflexivo del que resulta infranqueable acertar si es narrador de sí mismo o del propio Faulkner: describe situaciones con una sutileza extraordinaria cuando es probable que ni estuviera presente y en el último capítulo del que es voz la narración sobre sí mismo la realiza en tercera persona. Su tour de force con Jewel a lo largo de toda la novela: hermano malo-predilecto versus hermano bueno-obviado, algo que la madre se siente incapaz de evitar a pesar de la supuesta injusticia del hecho, nos transmite con extrema lucidez lo débil de la condición humana y la inoportunidad de cualquier juicio. ¿Qué pretende Darl? ¿destruir el cadáver dañando a su hermano o, desde la única cordura del seno familiar, poner fin a lo absurdo y falso del viaje? Addie opta por Jewel, su particular Dios, con esa ilógica confianza que es blasfemia para los oídos abstrusos de su vecina Cora: “Él es mi cruz y será mi salvación. Me salvará de las aguas y del fuego. Incluso cuando haya soltado mi último suspiro, me salvará”.
Yo sé que opto por los Brunden, con sus incoherencias, mentiras y egoísmos, pues me reconozco a lo largo de mi vida en cada uno de ellos. He sido cruz y salvación, hermano bueno y malo, esposo sacrificado e infiel… pero tan sólo si el mago Faulkner hubiera sido capaz de trasladar a papel mi fluir de pensamiento se me reconocería en la sincera indignidad que merezco.
Para terminar algunos fragmentos de esta obra del inimitable Faulkner:
«Recordaba que mi padre solía decir que la razón para vivir era prepararse para estar muerto durante mucho tiempo. Y cuanto tenía que verlos día tras día, cada cual con sus pensamientos egoístas y secretos, cada cual con su sangre distinta a la de los demás y a la mía, y pensaba que al parecer era mi único modo de prepararme para estar muerta, odiaba a mi padre por haberme engendrado. Solía estar deseando que cometieran alguna falta, para así poder zurrarles. Cuando la vara caía, podía sentirla en mi propia carne; cuando les levantaba cardenales y verdugones, era mi sangre la que corría, y a cada golpe de vara pensaba: ¡Ahora vais a saber quién soy! Ahora soy alguien en vuestras vidas secretas y egoístas, soy quien ha marcado para siempre vuestra sangre con la mía».
«Era como si mientras el engaño sucedía en silencio y monótonamente, todos nosotros hubiéramos aceptado ser engañados, favoreciéndolo con nuestra inconsciencia o puede que cobardía, pues toda la gente es cobarde y prefiere de un modo natural cometer una traición, ya que ésta tiene un aspecto cómodo».
«Mi madre es un pez».
Como digo en la entrada es que el primer capítulo de «El ruido y la furia» relatado en fluir del pensamiento por Benji es para leerlo dos, tres y mil veces. Muy complejo, pero necesario es perseverar, sí. Este señor es de lo más original y sesudo que he leído en mi vida, pero ciertamente «Luz de agosto» o la 'obligada' «Santuario» son también muy gozosas y más fáciles de digerir durante la lectura. Fuerza, David, que bien las merece el norteamericano.
Inmensa lectura. El único de Faulkner que he leído de momento, y eso que he iniciado tres veces «El ruido y la furia». ¡Qué difícil es, copón! Pero perseveraremos.
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