Reflexiones en torno a mis incoherencias

     Ramón tiene más de noventa años y está en una fase avanzada de Alzheimer. Cuando el otro día, a la hora del almuerzo, le pusieron por delante el puré de verduras con pollo lo miró con cara de ponerse manos a la obra y comenzó a remugar, como suele hacer cuando anda más activo, y apenas se le entendía otra cosa que no fueran las referencias al muro, el cemento y cosas por el estilo muy en consonancia con su pasado de albañil. Total, que Ramón se puso manos a la obra, aunque no en la faceta alimentaria que era de esperar, sino que agarró la cuchara con soltura inusitada y se puso a extender el puré por encima de la mesa y posteriormente sobre el borde de la pared lateral. Para enlucirla, que estaba muy estropeada. Huelga decir que poco pudimos hacer al respecto; no íbamos a pretender que el pobre se metiera entre pecho y espalda lo que él consideraba a todas luces un plato de mezcla. Si somos personas convencidas de algo, dan igual los datos medianamente objetivos que rechacen tal afirmación; cuando nos tocan determinados aspectos de nuestro modelo de vida, por mínimos y milimétricos que sean, lo normal es actuar como si tuviéramos la enfermedad de Alzheimer y lo único válido, correcto y/o posible es aquello que ya estamos haciendo o que nos conlleva un esfuerzo relativo, amable, discreto.

     Quien me conoce un poquito sabe que tengo muchos defectos, pero uno de ellos no es la falta de esfuerzo, la comodidad dentro de mi zona de confort o la justificación de mis incoherencias. En este sentido nunca puedo dejar de recordar un artículo de prensa que leí hace muchos años que trataba la violencia con los animales no humanos. El articulista reconocía que le encantaba el centollo, que no quería dejar de comer tan rico crustáceo, pero eso no le nublaba la mente hasta el extremo de obviar el pequeño detalle de que al centollo lo hervían vivo para ser consumido y de que el animalito de marras no contaba con el superpoder de la insensibilidad al dolor. Y esta entrada va un poco de todo eso, pero sobre todo de mí, de mis neuras (o no tantas) y de cómo pienso que ningún gesto es nimio si me conduce a hacer lo correcto (o lo menos malo) y ninguna costumbre es precisa si puedo prescindir de ella. No creo que las elecciones y decisiones de nuestra existencia sean solo cuestión de beneficios y cambios globales, sino también de tratar de evitar con cada acto cualquier prejuicio, por ridículo que pueda parecer. Por circunstancias que se han dado, me toca enfocar mis faltas de coherencia en temas relacionados con el medioambiente, la ecología y las nuevas tecnologías, aunque no sea, ni de largo, el aspecto de mi vida en el que más tenga que aprender. Todo ello obviando el aspecto más contaminante del asunto, que es la propia elaboración de los aparatos (móviles, portátiles, tabletas, ordenadores de sobremesa…). De momento, como no me da la vida para comprarme un móvil de 200 pavos tipo Ecophone (al Fairphone ni lo nombro), me voy apañando con mi patato de segunda mano del año de la república. Lo mismo llega el día en que vea una memez lo de tener móvil, sea del tipo que sea.

     Voy a empezar por lo más simple: al escribir esta entrada he tenido que recurrir a un buscador web para encontrar información acerca de la huella ecológica de Internet. Aunque no use Google (el motor de búsqueda más famoso del planeta emitía en un año tanto CO como 40.515 automóviles en el mismo período de tiempo), cada vez que apreté la tecla Intro consumí alrededor de 7 gramos de dióxido de carbono (con dos búsquedas podría hervirme hasta una tacita de té). Solo para poder gestionar las búsquedas, los centros de datos de Google utilizan el 0,01% de la energía mundial, que puede parecer una mierda comparado con el 25% que significa el transporte, pero ese no es el tema, porque entraría en la justificación, y el centro de datos que Facebook construyó en Prineville (Oregón) tiene una capacidad de 78 megavatios, lo que podría proveer de electricidad a 64 000 hogares. Luego, por mi parte, tuve que entrar en las páginas web para leer su contenido, así como ir consultándolas de vez en cuando para compartir las cifras, lo que genera de media 20mg de CO por segundo, aunque si la visualización es más compleja al incluir scripts, imágenes o vídeos (como suele pasar hoy día en casi todas las páginas web) el consumo subiría a 300mg por segundo. Aparte, según diferentes estudios, leer un artículo de tres o cuatro páginas en el ordenador supone más huella ecológica que si lo imprimimos en blanco y negro.

     Respecto a mi uso habitual de Internet y las redes sociales: cuando enciendo el ordenador de mi casa, por defecto abro Icedove (cliente de correo y de gestión de RSS), Gajim (cliente de escritorio chat XMPP) y el navegador Tor. Esto quiere decir, de entrada, que en cuanto se me abre el escritorio estoy conectado a la Red y así sigo hasta que apago el PC. Además, formo parte de dos redes sociales, Hubzilla y Gnusocial, cuyas webs abro, claro, y la cosa consiste, aparte de relacionarme con gente encantadora, en compartir información, subir imágenes bonitas y mandar mensajes, en ocasiones con emoticonos, que queda más chulo. Si una simple búsqueda o visualizar una web supone la huella ecológica de la que hablábamos, no hay que ser Einstein para poder multiplicarlo exponencialmente cuando compartimos una imagen, sea en la web o por correo electrónico. Enviar 33 correos electrónicos a la semana (sin emoticonos ni imágenes ni archivos adjuntos) supone una huella ecológica de 136 kilos de CO2 al año. Yo soy de esos que envía más de 33 a la semana, a veces solo para responder Ok. Imaginemos lo que significa estar 24 horas al día conectado a datos móviles.

     ¿Qué voy a hacer? Lo primero no ponerme a echar pestes de Google, Facebook o Microsoft sobre el calentamiento global y culparlos del uso que hago de las tecnologías, sino ver qué puedo cambiar en mis hábitos diarios para aportar mi granito de arena e intentar ser más coherente, que no es incompatible con ponerles a caldo. En esta línea recurro a aquella idea nada peregrina de a qué puedo renunciar porque no es necesario, y me encuentro con muchas cosas a reflexionar, porque otras hace muchos años que dejé de hacer:

  • ¿Necesito compartir imágenes bonitas?

  • ¿Necesito poner emoticonos en los mensajes?

  • ¿Necesito entrar a diario en veinte webs de noticias y en nosécuántas más de diferentes temáticas?

  • ¿Necesito tener conexión e Internet desde que enciendo el PC?

  • ¿Necesito tener dos redes sociales cuando están interconectadas entre ellas, aun con fallos, gracias a las bondades del Fediverso?

  • ¿Necesito subir imágenes al blog? O más, ¿necesito un blog?

  • ¿Qué uso hago de los programas de descargas de películas?

  • ¿Estoy haciendo un uso racional y responsable a nivel medioambiental del correo electrónico?

     Como decían antes en el telediario: seguiremos informando, de momento bastante tengo con seguir dándole vueltas al tarro y asumir lo cómodo que me he vuelto creyéndome tan solidario.